sábado, 11 de junio de 2022

RETRATO

 

Fue al nacer el más chico, cuando madre avisó al retratista del pueblo para hacernos la foto que pedían en el carné de familia numerosa. Padre y madre sentados en las sillas de espadaña, con el recién nacido y la niña chica, que mira con una expresión de un cierto asombro o extrañamiento. Madre sonriente, ella siempre ha mostrado ante la vida un gesto, una expresión, amable, y en los retratos también. Y padre serio, recién llegado del trabajo, lavada la cara con prisa a manotazos, antes de ponerse la camisa blanca y limpia, mostrando sus brazos fuertes y sus manos grandes de pocero. La hermana grande, de pie, también sonríe. Ella siempre ha tenido la sonrisa esbozada, o abierta, y la mirada limpia, que ahora, en este retrato de familia, parece encoger un poco, como tratando de ver, o de intuir, alguno de los turbiones que traería después la vida. Y el mayor, también de pie, serio. Como siempre ha sido él. Él estudiaba entonces el bachillerato. Porque, aunque padre quería que trabajara con él en los pozos, el maestro lo había llevado a la capital de provincia a examinarse de la beca. Porque entonces las becas se aprobaban con exámenes, y se quitaban si suspendías alguna asignatura. Y, como aprobó la beca, padre lo dejó estudiar el bachillerato. Luego, aquella gratuidad mantenida con esfuerzo le permitió incluso ir a la Universidad y hacer una carrera en Madrid. Y ahora, este, el mayor, al ver el retrato de familia, cuando al futuro de entonces ya lo han devorado los años, piensa en cuánta vida había aún allí pendiente, y cuántos sueños sin estrenar, sólo soñados, en la infinitud de aquellas extensas geografías, todavía sin horizontes, de la adolescencia.
Después quiso irse, de aquella casa de paredes enjalbegadas, donde siempre había un olor a campo, entreverado con el del sudor y de los afanes a la intemperie; a los imprecisos aromas cotidianos de la humildad y la dignidad que untaban la existencia; a la lumbre con leña de olivo, a cocido diario y a gazpacho siempre en verano, al pimentón y otras especias de los embutidos recién hechos que colgaban de una caña, a la zafra que exhalaba aromas puros a aceite virgen, a la hierba y verdolagas que comían los conejos enjaulados del corral, a las almendras extendidas en su lienzo de oro viejo por el suelo durante las brasas de agosto, a la Gimson y luego a la Derbi de padre, a las sombras del verano en ese mismo corral escuchando Los Miserables en una radionovela mientras fantaseaba que quería ser escritor, para contar la vida, la imaginaba, y la vivida, sobre todo la vivida.
Hubo un tiempo en que puso empeño para alejarse de la casa enjalbegada, del pueblo, de aquella vida, e incluso del retrato. Y ahora, al verlo, otra vez, piensa en el óxido que lo impregna y en la herrumbre de los años, que ya han borrado a padre de la existencia, y ahora sólo es tierra y memoria. Madre, varada en su vejez y en sus recuerdos, mirando fotos de continuo, aún sigue amable, sonriendo a la vida y a quienes nos acercamos a ella, a los destellos que todavía desprende su mirada penetrante y sensible. Los niños chicos se hicieron grandes hace muchos años, y han tenido sus vidas, su plenitud y sus propios niños chicos. La hermana grande sigue sonriendo a la vida, con la misma mirada clara, a pesar de los turbiones que, como ella parecía intuir en la foto, al final se hicieron realidad. Y el mayor, ya en la edad tardía, sigue serio, a veces anegado de nostalgias tan viejas como su propia vida, y, en su empeño por escribir, por contar la vida, aquella vida, se da cuenta de que, en realidad, nunca se fue de ese retrato para el carné de familia numerosa, sus raíces siempre han estado ahí, y en el sepia de los años están también las emociones que a veces le brotan de los hondones de la memoria y del alma, y su más profundo sentido de pertenencia.
Francisco de Paz Tante

viernes, 26 de junio de 2020

TURNO DE NOCHE


Es el miedo, inspector; ese aliento frío y turbio que a veces nos anega de niebla y pánico, y entonces ya sólo sentimos un mero instinto de supervivencia, crecido, palpitando, agazapado como una alimaña, a la defensiva. Porque es ese instinto ciego el que actúa, el que lanza su zarpazo, o la dentellada mortal; mientras sólo percibimos su jadeo, y luego el espanto de la sangre.
Por eso disparé, porque el susto me alertó las ansías de vivir, y las ganas de matar a quien provocaba mi angustia y mi miedo, y a quien sólo pude ver aquella careta blanca que utilizan los de Anonymous, y su congelada sonrisa de plástico. Primero encañoné al que me había apuntado con la pistola. Y luego, cuando ya iniciaban la huida, oí el trueno seco del disparo, porque, sin consciencia de lo que hacía, apreté el gatillo, y le abrí un boquete en la espalda al que iba detrás, antes de que saliera por la puerta. Ya sé que éste último no tenía pistola, y además se había quedado rezagado, como miedoso, o paralizado. Si al menos le hubiera visto la cara, alguna expresión humana, de susto, o de súplica, a lo mejor no hubiera disparado. Pero sólo le había visto la mueca de plástico en su careta, y yo tenía el miedo incrustado en las tripas, y el instinto de matar crecido.

viernes, 12 de abril de 2019

LA ONDINA DEL RÍO MUNDO


He viajado a Riópar, desde Alemania, para ver los restos que aún se conservan de la mina y de la fábrica donde trabajó mi bisabuelo Hubert. También he podido observar el río en el que habita la ondina de la que él hablaba en la última carta que envió a Hannover, a la familia.  
«La ondina que habita las aguas del río Mundo tiene los ojos verdes, siempre mojados. A veces me la encuentro, en los sueños, o palpitando en las brisas de la ribera, en estas aguas que alimentan los chorros crecidos desde el vientre de la montaña abierta, y luego ya mantienen un incesante eco de murmullos y rumores. Cuando las hojas de los fresnos cubran la ribera con el oro viejo de las hojas muertas, le echaré al agua corazones impregnados de otoño. Para que se los cuelgue en el pecho y se acuerde de mí», escribió Humberto en su última carta.
Después ya solo hubo silencio, y misterio. Por eso he venido a Riópar, para conocer su historia. Está en la memoria de un viejo que me habló de la leyenda de Humberto el metalúrgico y la ondina del río Mundo.

martes, 19 de febrero de 2019

Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar


   El deterioro de su aspecto físico y de su salud fue rápido y devastador. El creciente consumo de vino, para aliviar la desolación y la tristeza, lo abocaron al desvarío y la mendicidad. Y al final sólo quedaron la realidad de su miseria y su alcoholismo, el pozo oscuro de la depresión y las penumbras herrumbrosas de la indigencia. 
   Cuando conoció a Galina ya pertenecía a la geografía humana de la plaza. Y, desde el primer día en que se arrimaron, sintió el pálpito de una atracción que percibió novedosa. Él creía que el amor y el sexo eran lo que había conocido y compartido con su mujer durante tantos años de felicidad doméstica, hasta que el paro y la ruina acabaron devastando aquel amor tranquilo, la relación e incluso su propia vida. Y ahora, con Galina, sentía la novedad de unas emociones, como recién estrenadas, que le brotaban desde los hondones del alma y estallaban en los gozos del deseo. 
   Durante aquel tiempo en que compartieron el vino, la miseria y las caricias rebosantes de ternura, se sintieron felices y plenos, a la intemperie de la calle, o en los someros refugios donde se cobijaban del fragor de la noche y su aliento de escarcha.
   Por eso, cuando ella desapareció, pasaron los días y fueron creciendo la angustia y la desazón de la pérdida, la certeza de que la habían encontrado los proxenetas que la buscaban, Aurelio sintió la inmensidad de un vacío abisal, la desolación de su caída final a esas simas de la vida que lindan con el infierno.
   Y algunos días, ya con el cielo oxidado del atardecer, se sentaba en un banco de la plaza, a beber y a observar la geografía humana; a los transeúntes y turistas con sus trajines gregarios; a un ciego albino, con su imagen de mármol siempre adosada a la catedral, que ofrecía sus cupones prendidos en la solapa; a un gitano muy cetrino y trajeado, empeñado en vender baratijas a los turistas como si fueran joyas de muchos quilates; al Sabas y al Maxi, persistentes en sus adicciones y su perdición, ya despojados de dientes y de vida; y a la Perla, que mostraba su escote ajado con descaro y lujuria a quienes pretendía seducir, para que la acompañaran a la casa descostrada y húmeda que siempre mantuvo en las estrechuras de la calle Alfileritos. 
   Y a su lado estaba El Palmo, un cantaor enano, fracasado, de mirada grande y húmeda, que palmeaba mientras interpretaba su repertorio de artista callejero, y Aurelio lo escuchaba con los ojos aguados de pena cuando cantaba aquellos versos de Serrat untados con toda la tristeza que exhalan los sueños rotos y las nostalgias viejas: «Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar».
   Francisco de Paz Tante
  (Del relato “Geografía humana”, ganador del certamen literario de Moriles, 2018)
   (Imagen: pintura de Virginia Patrone) 

viernes, 18 de enero de 2019

UN BALÓN ROTO



«Me ha llamado el ministro», dijo el general. Y luego, durante unos segundos, se quedó callado, fijo en la pantalla, como afectado por un acceso de bruma y dudas. Hasta que al final explicó, con voz cansada, entreverada con posos de tristeza y hastío: «Vamos a bombardear la casa, hasta reducirla a cenizas y escombros. El ataque ya está preparado».
Después el general enarcó la mirada sobre la imagen proyectada en la pantalla, para observar el paisaje de tejados –algunos reventados por la devastación de la guerra incesante—, terrazas abiertas al cielo, ropa tendida y antenas desarboladas. Aguzó la mirada sobre la terraza elegida, que captaban las cámaras desde celosías camufladas en los edificios más altos o incluso desde el cielo inaccesible de los aviones fantasmas. 
Le angustiaban los daños colaterales y las víctimas infantiles, por eso trataba de identificar en la imagen muestras o evidencias de la existencia de niños en aquel edificio. Rememoró entonces el día en que decidió recorrer las calles, para conocer de cerca su situación y sus peligros. Y recordó que, al volver una esquina, se encontraron con un niño, frente al vehículo militar, con un balón en las manos, arrimado a su pecho. 
Aunque solían ser mayores que aquella criatura, al menos adolescentes, quienes se adosaban y ocultaban las bombas para explosionarlas junto a los vehículos militares, los protocolos de seguridad eran muy estrictos con cualquiera que se arrimara a ellos. Por eso, al ver al niño con aquel balón viejo, sospechoso, quieto, frente a la tanqueta, enseguida saltaron las alarmas. Con la escotilla cerrada del blindado, y apuntándolo con la ametralladora, le dijeron que dejara el balón en el suelo y se alejara. Él entonces se puso nervioso, y empezó a llorar. Y el general, cuando recordaba aquella escena del niño anegado de lágrimas y de pánico, aún no sabía cuál fue la causa de aquel impulso que lo empujó a abrir la escotilla, saltar a la calle, acercarse al muchacho y tratar de calmarlo.
—Es mi balón —dijo el niño, llorando. Me lo regaló mi padre. 
El general, entonces, arrimó un detector de explosivos a aquel balón de cuero, blanco, muy desgastado. Luego lo cogió y lo rajó con su cuchillo. Al comprobar que en el interior solo había aire, se lo devolvió al niño. 
—Me lo has roto —balbuceó el muchacho, aún anegado de lágrimas y espanto. Luego se fue corriendo, con su balón rajado, desinflado. 
Esos eran los recuerdos del general mientras seguía con los ojos clavados en la azotea de una casa que iban a bombardear. 
Las órdenes estaban dadas, y los preparativos en marcha. El avión ya estaba en vuelo, en dirección a su objetivo. Los activistas se habían pertrechado en aquella vivienda, desde donde respondían con disparos a cualquier intento de convencerlos para que dejaran las armas y se entregaran. 
Fue al conseguir que ampliaran un poco más la imagen de aquella azotea que iban a bombardear cuando el general vio un objeto redondo, blanco, en un rincón. Luego se acercó a la pantalla, y entonces distinguió con nitidez que era un balón muy desgastado, desinflado, rajado. 
Después las bombas borraron la imagen con su estallido de fuego. Y el general ya solo vio humo y polvo; y los brillos que le empezaron a brotar en su mirada húmeda, que aún persistían cuando le informó al ministro del éxito de la operación, y del daño colateral producido, uno pequeño, le dijo, bajo los escombros, junto a su balón roto. 
Francisco de Paz Tante 

viernes, 7 de diciembre de 2018

UNA VIDA DE CINE

Durante aquellos años en que la vida real era en blanco y negro y la del cine en tecnicolor, mi amigo Licinio, a quien aún no llamábamos Cigüeño, se convenció de que las historias oníricas y fantasiosas de las películas se podían sacar de la pantalla para hacerlas realidad.



Así me lo contó un sábado por la tarde, después de ver la película Mary Poppins. También me habló entonces de sus penurias y orfandad, de la sordidez de sus hospicios infantiles y de cómo se escapaba de ellos por los vericuetos de la imaginación. 

Y al día siguiente, en la celebración de las fiestas patronales, con la plaza llena de gente, lo vimos encaramado a la torre de la iglesia, agarrado a un paraguas grande y negro. Durante la noche anterior había reforzado bien las varillas que sustentaban aquel artilugio con el que Licinio, como Julie Andrews en la película, pretendía descender en un vuelo de cine.

Se lanzó al vacío desde el nido de las cigüeñas. Cuando se inició la caída, la gente empezó a gritar, pero él, bien agarrado con las dos manos al paraguas, al principio parecía descender con suavidad, como mecido incluso en aquella brisa del atardecer; hasta que vimos cómo estallaron las varillas, el paraguas se volvió del revés, y, sin soltarlo, Licinio cayó con estrépito sobre el pavimento empedrado de la plaza. Con la columna vertebral ya astillada, se quedó mirando, muy fijo, como asombrado, hacia el cielo crepuscular que había intentado surcar, como Mary Poppins.
Desde entonces, mi amigo Licinio, a quien ya llamábamos Cigüeño, se quedó varado en una silla de ruedas, con sus ristras de décimos de lotería colgadas en la solapa, que ofrecía a la entrada del cine: «Para que tengas una vida de película», les decía a quienes ofrecía su lotería.
Era esa vida de cine que él siguió empeñado en vivir, en sacarla de la pantalla para hacerla realidad. Por eso, después de ver “Desayuno con diamantes” y aprenderse la música de “Moon River”, a veces silbaba con emoción crecida esa hermosa melodía, mientras buscaba con su mirada, brillante y húmeda, la de Andrea, que servía Mirindas, caramelos y palomitas en el ambigú durante los descansos de las películas, y tenía los ojos grandes y la sonrisa triste, como Audrey Hepburn.
Francisco de Paz Tante

sábado, 28 de abril de 2018

REGRESO A SEFARAD




Las últimas luces del atardecer enseguida encienden un crepúsculo que prolifera por el cielo de la ciudad, antes de tornarse en noche cerrada, adensada junto a los muros de las calles estrechas, ya sólo iluminadas por la tenue luz del alumbrado nocturno. En estos anocheceres de verano me gusta pasear por tu barrio, como tú lo llamabas cuando lo recorriste por primera vez junto a mí; aunque estas geografías urbanas ya estaban en tus paisajes emocionales, después de tantos relatos, tantas historias contadas y tantas nostalgias viejas inoculadas en la memoria colectiva de tu familia, de tu gente, durante más de quinientos años.
Luego, cuando paso junto a las sinagogas, evoco aquella tarde en que nos adentramos en ellas, y tú, más que observar los arcos, los muros, los objetos artísticos y de culto, parecías sentir la emoción de una impronta centenaria que perdurara en ti, en los hondones del alma, ya tan hollados por la memoria, y por las historias tristes que te contaron los viejos, y las que leíste en los escritos antiguos, y escuchaste en los versos de un poeta sefardí que tus antepasados se llevaron al exilio, preservadas del olvido durante todas las generaciones. Por eso me decías que tu viaje, en realidad, suponía la vuelta de tu familia, regresada en ti, después de más de cinco siglos.

martes, 2 de enero de 2018

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE LA EDAD TARDÍA

Él ya había visto la película, por eso, cuando su vecina lectora acabó y devolvió el libro titulado “Desayuno en Tiffany´s”, lo sacó, para recordar de nuevo a la mujer, aún adolescente, de la que se enamoró en su juventud, que tenía aquella misma mirada grande y seductora con la que Audrey Hepburn llenaba la pantalla.
Aquel sueño de juventud enseguida se rompió, cuando ella se fue con su familia a otra ciudad lejana. Y él siempre se acordaba del día en que se marchó, y a veces le daba por calcular el tiempo que ya duraba la separación: sesenta años, dos meses y quince días, echó la cuenta aquella tarde en que se adentró en las páginas de un libro que contaba la historia de una mujer que se parecía a ella. 
Luego, su vecina lectora se percató de que él tenía la misma novela que ella había dejado antes. Por eso lo observó con interés y atención, pero sin hablar, manteniendo el silencio que se imponía en aquella sala de la biblioteca pública.
Y así fue cómo iniciaron, sin el ruido de las palabras, aquella comunicación sólo a través de las miradas y de las lecturas; de los libros, que primero leía ella, y luego sacaba él.
Un día vio entre las manos de su vecina lectora la novela titulada "El amor en los tiempos del cólera", de García Márquez, aquella historia de amor recordado a lo largo de toda una vida, siempre pospuesto, del que solo disfrutan al final, ya en los tiempos de la edad tardía. Cuando ella acabó de leer el libro, lo devolvió y esperó a que él lo cogiera. Entonces la bibliotecaria nunca guardaba los libros que entregaba ella, sólo esperaba a que llegara él, para apuntárselos.
 Y al volver a su sitio con la novela que ella había dejado, él notó enseguida una novedad en su vecina lectora. Estaba sentada, como siempre, en la mesa del al lado, pero no leía, no había cogido ningún otro libro. Se miraron entonces, él con extrañeza, y ella con la expresión de quien sólo espera. 
Al día siguiente, ya en su mesa habitual de la biblioteca, mientras avanzaba en las escasas páginas que le quedaban, después de toda una noche de insomnio y lectura, observaba que ella seguía sin libro, como esperándolo, con una mirada que aquel día parecía impregnada por los brillos apagados de una contumaz nostalgia.
Cuando lo terminó, llevó el libro al registro, para su devolución, mientras ella, en esta ocasión, lo acompañaba, en silencio. 
Luego se dirigieron hacia la salida de la biblioteca, aún juntos, todavía callados, mirándose a veces, con emoción, mientras él creía encontrar de nuevo en aquellos ojos, ya achicados por las arrugas del tiempo, los brillos de una mirada grande, como la de Audrey Hepburn.
Ya estaban en la calle cuando, al final, ella habló:
—Te estaba esperando —le dijo. 
—Y yo a ti —respondió él—. Desde hace sesenta años, seis meses y cuatro días, con sus noches. 
Francisco de Paz Tante

(Fragmentos del relato “El amor en los tiempos de la Edad tardía”, ganadora del certamen “Puente Zuazo”, 2017, de la Academia de San Romualdo, en San Fernando, Cádiz)


sábado, 16 de diciembre de 2017

LA BREVE ETERNIDAD DE UN BESO ESTREMECIDO

Cuando la vi en el periódico, sentí enseguida esa necesidad que en tantas ocasiones me empuja a escribir, a narrar un estremecimiento, un zarpazo emocional, algo que me conmueva. Es el retrato de un abrazo, de un beso. Un hombre y una mujer unen sus labios, se entrelazan con sus brazos, con sus manos muy abiertas, para que abarquen más pasión, más piel deseada. Dos cuerpos unidos en un abrazo, dos seres entregados al afán del deseo palpitante en los labios, en ese hálito que, más allá de la piel, a veces brota del alma y nos muestra en plenitud el gusto del amor compartido.
Enseguida también me di cuenta de que solo había una sombra, como si ya estuvieran fundidos en aquella extensión oscura que había crecido en el suelo. Dos amantes, rebosantes de pasión, y una sola sombra. Una metáfora del amor, pensé entonces. Porque quizás ese sea el afán último de los amantes, el deseo de adentrarse en los labios, en la piel, y quedar invadidos, penetrados, para que el sol derramado los proyecte sin periferias ni fronteras entre ellos.  

O quizás la metáfora fuera de la muerte. Porque los amantes son Bonnie and Clyde, retratados poco antes de que murieran, juntos, en el coche, mientras persistían en su escapada hacia ningún sitio, quizás con un abrazo final que buscara una imposible protección para las balas que los acribillaron. Tal vez por eso la sombra única auguraba su inminente destino, antes de que su leyenda se hiciera eterna. Aunque yo prefiero pensar que fue ese momento que atrapa la fotografía el que los introdujo en la eternidad, en la breve eternidad que sólo otorga un beso estremecido. 
Francisco de Paz Tante

viernes, 10 de noviembre de 2017

EL ABRAZO QUE HABITÁBAMOS

A veces la vida entera se tiñe de otoño, y huele a temblor de hojarasca, a acacia desnudada por una brisa triste, a nostalgias marchitas con texturas de retrato viejo, a soledad amarilla, a ti. Y recuerdo entonces aquel día de noviembre en que nos adentramos en la alameda, y allí, como en los versos de Neruda, mientras en tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo, sobre el oro viejo de las hojas caídas nos amamos con la cadencia del atardecer, mientras la noche crecía, el horizonte se borraba y los límites del mundo se quedaban reducidos a los territorios que exploraban los labios, con la única luz que encendía el placer en las miradas abiertas, recorridos por las brisas excitadas del aliento, de los besos estremecidos que entonces aprendíamos a darnos.
Luego, el devenir de la vida, el desgaste de los años, nos irían entibiando las llamas de aquel entusiasmo inicial, aunque siempre mantuvimos encendidas las brasas que tantas veces reavivábamos con soplos de renacida pasión, más sosegados que los de nuestra juventud enfebrecida, pero también más certeros y sabios en los gozos del amor. 
Bajo aquella primera lluvia otoñal, que ahora rememoro, no podíamos imaginar que después de tantos años, aunque remitiera la fiebre de la piel, seguiría creciendo la fuerza de otra emoción más compleja y completa, más humana y plena, que, además de sexo, se nutre de ternura, confianza, comprensión, necesidad de presencia en la vida, que ya no se concibe en soledad, con el hueco infinito de una ausencia que nos dejaría sin referencias ni motivos para seguir adelante, hacia esas lindes del horizonte que siempre atisbábamos juntos, desde aquel día de noviembre en que llovían las hojas sobre los besos que entonces aprendíamos a darnos, mientras la noche crecía, se borraba el horizonte y el mundo quedaba reducido al estrecho territorio del abrazo que habitábamos sobre el lecho amarillo del otoño.   
Y ahora que ya no estás, que tu recuerdo sólo es brisa triste, otoñal, memoria amarilla y nostalgia, evoco aquellos versos de Neruda prendidos en tu mirada, donde peleaban las llamas de crepúsculo, y las hojas caían en el agua de tu alma.
Francisco de Paz Tante
Imagen: El abrazo: Gustav Klimt




miércoles, 1 de noviembre de 2017

TE TRAIGO FLORES, Y PALABRAS

Hoy, como cada uno de noviembre, te traigo flores, y susurros con los que recuerdo tu existencia, murmullos que los demás creerán que son plegarias o rezos, y no estas palabras acalladas con las que pretendo evocar tu vida, y romper el silencio que brota de la tierra, del mármol frío que te cubre. 
Ayer fui al río, a recorrer otra vez los senderos de antes, por los que anduvimos juntos, ahora ya sólo intuidos bajo las hojas muertas de la lluvia amarilla otoñal.
Las hojas seguían cayendo mientras paseaba por la ribera. Sentí entonces esa melancolía contumaz, ya tan conocida, tan reiterada, con su gasa blanda impregnada de ti. Y volvieron los recuerdos de la textura de tus manos, de tus caricias, de tu abrazo; de tantas noches sintiendo tu aliento, respirándote. 
A pesar del paso del tiempo, y del inalterado frío de tu ausencia, aún mantengo viva la turgencia emocional que nos brotó durante aquellos años de los gozos del sexo y la pasión crecida del amor. Por eso me acordé de ti, de nosotros, cuando leí aquella novela crepuscular de Gabriel García Márquez en la que el protagonista aconsejaba a uno de los personajes que no se muriera sin haber probado el sexo con amor. 
Es la plenitud de esa experiencia, de esa pasión de la que hablaba el escritor, la que aún guardo en los abismos de la piel y la memoria. He mantenido su regusto y su recuerdo durante toda la vida, y más allá de la vida. Porque ahora, que ya estás bajo el mármol frío de esta lápida, aún me arde, en la anchura y la soledad de mi cama y mi existencia, aquella lumbre que encendimos juntos. Como me ardía durante tu enfermedad, cuando procuraba que mis caricias, rebosantes de ternura, te entibiaran el frío mortal que te crecía por dentro. Porque entonces, cuando la sombra de la enfermedad proliferaba, yo pretendía, con pasión e ingenuidad, dar calor y luz a la noche que ya te acechaba. Aunque no pude evitar que te fueras apagando como el final de un crepúsculo. 

Quizás ahora, en realidad, sólo seas tierra, polvo, nada; pero yo te mantengo viva. Por eso, como cada uno de noviembre, te traigo flores, y palabras, que los demás creerán que son plegarias o rezos, y no susurros, soplos de voz y aliento, para liberarte de la fría mudez de la tierra y del mármol, de la muerte, del olvido. 
Francisco de Paz Tante

viernes, 29 de septiembre de 2017

TODAS LAS LUCES DEL ATARDECER

Cuando a mi padre, antiguo funcionario del Protectorado marroquí, lo trasladaron a España, tuvimos que dejar Larache, donde había vivido durante aquellos primeros años de mi vida. Por eso, anegada de lágrimas, una tarde me despedí de Ridwan, con quien había compartido durante aquel tiempo paseos, emociones y descubrimientos junto al Atlántico; hasta que, al final, también acabamos compartiendo los besos, la misma tarde en que un retratista callejero nos hizo una fotografía, en el paseo marítimo, antes de alejarnos por la playa hacia donde crecían las dunas, la soledad y la intimidad. Fueron unos besos miedosos, al principio, estremecidos, mientras aprendíamos a indagar en los misterios de la piel y sus gozos. Besos salobres, con los labios impregnados por las brisas del océano, adentrándonos en el gusto crecido de las caricias, con la codicia de unas manos adolescentes, temblorosas y enfebrecidas.

viernes, 22 de septiembre de 2017

LOS RUMORES DEL AGUA


Ahora que ya no podremos sentir juntos las fragancias de los fresnos ni escuchar, cogidos de la mano, los rumores del agua, quiero aferrarme a los recuerdos de aquel paisaje que durante dos primaveras fue el escenario de una apasionada historia que aún palpita en esas láminas de la memoria donde guardamos los sueños rotos.
Fue muy rápido, una de esas enfermedades fulminantes, me dijeron cuando pregunté por él, después de aquella carta de despedida en la que me hablaba de su enfermedad, de su trabajo de escritor y de su último cuento, sobre los rumores del agua, para que lo recordara cuando volviera a los paisajes en que gozamos de nuestra efímera historia de amor.

viernes, 15 de septiembre de 2017

¿TE ACUERDAS, LAURA?

     
A pesar de esa tristeza que ya siempre viertes por los ojos, al llegar a la estación se te ha escapado una sonrisa, porque ya sabías que salíamos de viaje, en este autobús tan lujoso, tan distinto de aquel otro en que nos vinimos a Madrid los tres. ¡Qué jóvenes éramos entonces! ¡Y Miguel qué pequeñito! ¿Te acuerdas, Laura?
Cuando dejamos el pueblo, tú me decías que en Madrid sólo íbamos a estar unos años; hasta que Miguel saliera adelante, pues en realidad lo hacíamos por él, por su futuro. Y después, cuando tuviera su familia, y su trabajo, nosotros cogeríamos de nuevo un autobús de regreso a casa. Pero han pasado más de cuarenta años desde entonces y hasta ahora no lo hemos hecho, a pesar de que hace más de veinte que Miguel dejó de tener futuro. De eso sí te acuerdas, ¿verdad, Laura? 

sábado, 2 de septiembre de 2017

LOS BRILLOS DE UNA RISA MUDA



Corría aquella tarde una brisa tibia que traía adheridas fragancias de la montaña y transparencias de cristal. Al norte, la sierra de Guadarrama brillaba nítida, y bajo los árboles caía una lluvia amarilla que cubría las aceras de aquella urbanización con el oro viejo del otoño.
Y según pisaba las hojas muertas, me acordaba de África, y de Oumar, que vivió en la calle hasta que lo internamos en nuestro centro, creado para aliviar el sufrimiento de los huérfanos, abandonados a la intemperie, víctimas de la guerra y la hambruna, incesantes. Oumar tenía los ojos grandes, muy negros y grandes, con los que reía, sin el ruido de la risa. A veces yo le contaba historias graciosas, inverosímiles, de monos chillones y gacelas locas, y él entonces agrandaba la mirada con los brillos de una risa muda.

viernes, 25 de agosto de 2017

PROBARÁS EL VINO EN MIS LABIOS


Aquella tarde, cobijados en la cueva donde fermentaban el silencio y las uvas, probé, al fin, el aliento embriagador de su vino y sus besos.

Aprovechamos las primeras oscuridades para encontrarnos en la penumbra subterránea de las antorchas, en aquel refugio donde guardaban las uvas que fermentaban a escondidas. Fuera el cielo ya estaba crecido y la luna lo desteñía con jirones de plata. 

martes, 22 de agosto de 2017

MIENTRAS ATARDECÍA EN MADRID



Otra vez la tarde del domingo, con sus indolencias y nostalgias viejas, hoy crecidas al ver en un periódico la fotografía de una puesta de sol en el Templo de Debod, que me ha evocado un lejano día de mi juventud en Madrid. 

Aquel domingo ya atardecía cuando llegamos al templo egipcio. Habíamos bajado desde Callao, cogidos de la mano, como siempre en aquel tiempo, cuando el deseo reverberaba en la piel y las caricias brotaban incesantes. En algunas carteleras de los cines de la Gran Vía y en la Plaza de España, nos habíamos parado para aliviar la sed de besos que nos acuciaba, luego saciada en un banco junto a las piedras del templo, mientras en las aguas del estanque ya espejeaba el cielo rojo del atardecer. 
Aún me acuerdo de aquellos besos y de aquellos cielos, en una ciudad que, en mi memoria de entonces, mantiene el regusto de una canción de Sabina que hablaba de Madrid y un aroma a libertad recién estrenada, del que algunas noches sentíamos sus brisas en Malasaña, en la Plaza del 2 de Mayo y en “La Vía Láctea”, donde escuchamos por primera vez “Déjame” de Los Secretos, mientras nos hacíamos promesas de amor que, en la ingenuidad de aquellos albores de la juventud, siempre era eterno. 
Aunque fui a estudiar Geografía a la universidad, durante aquel tiempo, más que en la tierra, me fijaba en el cielo, que lo percibía mucho más alto y luminoso que el de la capital de mi provincia. Además, el horizonte, entonces extenso, rebosaba sueños y futuro.
Y ahora, después de casi cuarenta años, cuando aquel futuro y sus sueños ya están gastados, vividos o caducados, al ver hoy esta fotografía del templo de Debod, me acuerdo de aquel domingo en que nos sentamos junto a su estanque, para medirle con mis labios la sonrisa melancólica que ella entonces mostraba en los suyos, como si ya intuyera el final de aquella efímera historia de amor, mientras atardecía en el cielo de Madrid. 
Francisco de Paz Tante 

viernes, 11 de agosto de 2017

ROPA TENDIDA



El escarmiento, una vez más, sería contundente y despiadado. Las órdenes estaban dadas, y el avión ya volaba hacia el edificio donde se habían pertrechado los autores del ataque. La ciudad era un laberinto repleto de callejones, estrechuras y peligros. Por eso, una vez localizados los activistas, los misiles desde el cielo serían más seguros, precisos y letales.  
Y el general, desde el centro de mando, al observar en la pantalla la imagen ampliada del objetivo, enseguida se fijó en la ropa tendida que brillaba al sol de la azotea. Eran prendas de niños, aún mojadas, se percató entonces, estremecido, segundos antes de que la imagen se rompiera en un estallido de fuego. Después ya sólo vio llamas, humo y escombros. Cuando le informó al ministro, aún sentía el empuje de las lágrimas, mientras le decía que esta vez los daños colaterales habían sido pequeños.
Francisco de Paz Tante

martes, 8 de agosto de 2017

TIEMPO DE ALMENDRAS



Ahora rememoro aquel tiempo en que los almendros eran árboles emblemáticos, con sus flores aladas, sus maduraciones y trabajos, que acababan en los corrales, repletos de almendras secándose al sol, antes de que las mujeres y los muchachos las partiéramos con un hierro sobre una piedra, a la sombra de aquellas tardes infinitas del verano.

Las vareábamos en agosto, y luego las extendíamos en el corral, para que se secaran, se abrieran y mostraran el oro viejo de sus cáscaras al sol. Después las partíamos a golpes de hierro y piedra. 
Y el color y el olor de las cáscaras también estaba en la escuela. Allí, cuando soplaban los primeros fríos del invierno, alimentábamos la estufa con aquel combustible, almacenado en una habitación próxima al aula. 
Cuando se acababan las cáscaras y hacía frío, el maestro pedía un voluntario para que echara un cubo a la estufa. Era entonces cuando se levantaba Germán, salía de la clase y enseguida volvía con el cubo rebosante. 
Como en aquellos años aún no había llegado al pueblo el agua corriente ni el saneamiento, en los recreos hacíamos las necesidades arrimados a unas cambroneras crecidas en un campo próximo. Pero a veces, algunos, si les urgía, evacuaban, a escondidas, en cualquier sitio. Y un día, al final de un invierno muy frío, Germán regresó al aula con el cubo vacío. «Se han orinado en las cáscaras», le dijo al maestro. «Por eso, las pocas que quedan están mojadas. Si quiere, las echo a la estufa, pero ya sabe que así humean y atufan». 
En la fila de atrás, la de los réprobos, según la denominaba el maestro, con su pedagogía elemental, hubo conatos de risas, enseguida acalladas cuando el maestro cogió la vara y empezó a recorrer las costillas de aquellos alumnos de forma despiadada y sañuda; hasta que consideró que, con los varazos, la culpa de aquel acto atroz e intolerable quedaba expiada. 
«Las cáscaras son sagradas», nos gritó, aún encolerizado, con la vara enhiesta. Y quizás por eso, desde entonces, la contemplación de los almendros en flor, para mí, es un ritual más propio de emociones litúrgicas, del estremecimiento que pudiera provocar un prodigio bíblico, que la mera observación de la belleza que a veces brota de la naturaleza. 
Y ahora, cuando recorro los caminos, inalterados en la memoria desde aquella niñez a la intemperie, con esta luz crecida de agosto, mientras veo los almendros, ya rebosantes de frutos maduros, me acuerdo de aquellos años en que sus cáscaras nos calentaban durante los inviernos, y, antes, nos mostraban sus relumbres de oro viejo, tendidas al sol de mi infancia. 
Francisco de Paz Tante

EL RÍO

(Relato publicado por "El País", con el que obtuve uno de los premios convocados por este periódico, en "El Viajero")


La ribera rebosaba umbría y misterio. Con una cuerda, yo arrastraba la barca.

Surcábamos el Congo, y les advertía de los peligros que nos acechaban. Y ellos, que sólo tenían cinco y ocho años, me miraban con asombro.
Yo, que había leído a Conrad, buscaba a Kurtz entre los árboles.
Luego, con la barca ya en el maletero del coche, mientras nos alejábamos del Alberche, en sus ojos todavía palpitaban las emociones vividas. Y yo aún sentía el estremecimiento de aquel viaje al corazón de las tinieblas.”
Francisco de Paz Tante 



domingo, 16 de julio de 2017

EL BOLERO DE AQUEL VERANO




Cuando anochece y, al fin, se entibia el aire de este verano abrasador, a veces siento, de nuevo, un palpito de nostalgias viejas en los estratos de la memoria donde aún guardo las emociones de la adolescencia, después de tantos años, aún preservadas del óxido del tiempo y del olvido. Y rememoro entonces aquellos anocheceres de otros veranos en que las enredaderas del deseo nos crecían con fuera de selva virgen. 
En la evocación de aquellas noches aún persisten los aromas de las albercas, del agua acunando estrellas mientras nos bañábamos, ocultados y desnudos, en las huertas, que olían a hortalizas y a verduras, a sandías recién arrancadas, reventadas para comerlas a trozos a la luz de la luna. 

Eran aquellas noches de la adolescencia en que brotaban nuevas sensaciones a libertad, a plenitud, a presagios de vida nueva, imaginada, soñada, atisbada en horizontes aún extensos, en el futuro ancho que se percibe a los dieciséis años. 
Noches de verano en que oíamos los discos en las máquinas que instalaban entonces en los bares, en las terrazas, como en aquella de La Ría, debajo de las acacias, junto al cauce del arroyo, que al anochecer olía a tierra recién mojada, a agua turbia y a cigarros de tabaco negro. 
Y uno de los recuerdos más persistentes de aquellos albores del deseo es el de la noche en que alguien puso en la máquina de discos, donde sólo había boleros, Si tú me dices ven, interpretada por Los Panchos. Entonces ella, apenas conocida, recién incorporada al grupo de amigos porque aquel verano lo pasó en el pueblo, valiente y osada, se levantó de la mesa, y, sin hablarme siquiera, me cogió de la mano y me llevó debajo de una acacia, a la penumbra del final de la terraza, donde bailamos, bien agarrados, aquel bolero en que, por amor, se entrega la vida entera. 
Y después de más de treinta años, aún recuerdo la emoción de sentir en mi piel la tersura de sus pechos, y el roce de su pelo negro oliendo a champú y a humedad tibia. Así comenzó nuestro bolero de aquel verano. 
Luego, todas las noches, después de la cerveza en la terraza junto a los amigos y la música de máquina, nos íbamos a la alameda, ya solos, para profundizar en los besos que aprendimos a darnos bajo el rumor de las hojas. Y ahora, después de tantos años, evoco, de nuevo, aquella vez en que, tumbados bajo los árboles, sentí su cara sobre mi pecho, con emoción y temblor de amantes nuevos, mientras me susurraba el bolero que habíamos oído esa tarde en la máquina de discos, en la voz rota de Chavela Vargas: Piensa en mí. Y con sus manos me sujetó las mías, para que permaneciera quieto, sin que avanzaran las caricias, sólo escuchándola, y así se me quedara inoculada en la memoria y en la piel la letra de aquella canción.
Cuando ella volvió a Madrid, se nos acabó el bolero de aquel verano, del que ahora recuerdo su banda sonora en una máquina de discos, donde escuchamos aquella canción que me susurró una noche bajo las estrellas, como una premonición, cierta, de lo que sucedería después, durante más de treinta años: Piensa en mí. 
Francisco de Paz Tante 

viernes, 7 de julio de 2017

EN LA NOCHE CRECIDA



Insomne, se levanta, se asoma a la ventana y percibe el aroma a noche crecida de un viernes de julio, en el que evoca fragancias húmedas de saliva y besos, de deseo derramado. 

Y ahora, en la memoria de otras noches de verano, recupera los rumores de las caricias nuevas, en rincones oscuros de un parque, donde sólo se oían susurros de manos trémulas y de labios aún torpes, peces ciegos en la piel abisal, estremecida. 

Palpitan, de pronto, cicatrices de heridas viejas, muescas de la juventud ida, algunos zarpazos en el alma durante aquellas noches al arrimo de las simas negras en las que tantos cayeron, en plena juventud: jinetes intrépidos de jacas blancas, ingenuos, desbocados, al final atrapados en la telaraña de los excesos y los síndromes mortales. 
Asomado a la noche crecida, percibe también el soplo frío de soledades insomnes, en las que se oyen rumores, incesantes, de la radio, las únicas voces ajenas, escuchadas en la nívea inmensidad de las sábanas, con esa mirada marchita que, al final, siempre dejan las ilusiones gastadas, los anhelos caducados, los sueños ya siempre pendientes. 
Ve luces grandes, intensas, y otras, palpitantes, más pequeñas, como los fueguitos de los que habla Eduardo Galeano, que alumbran las vidas todavía despiertas en la noche crecida, y espantan las sombras al acecho, y reverberan, como soles chiquitos, en las miradas que encienden las pasiones y los sueños aún vigentes. 
Luego vuelve a la cama, otra vez, junto a ella, y la abraza, estremecido. No necesita ahora sentir el calor de sus manos, ni el brillo de sus ojos abiertos en la penumbra, ni la brisa del aliento que aviva la urgencia del deseo. Ahora sólo pretende que la penetre su abrazo, mientras se duerme en ella, bajo la noche crecida que palpita fuera, detrás de la ventana, y en la memoria, incesante. 
Francisco de Paz Tante

viernes, 16 de junio de 2017

BRISA DE SIRENA

Emerges del mar que alberga mi mirada, en su azul húmedo, abisal, insondable; en mis ojos ciegos, que te ven, bruñida por el sol y la arena, con una luz de atardecer, ya oxidada en el horizonte, donde confluyen el cielo y el agua.
Aunque son muchos los que se acercan a mí cuando recorro el paseo marítimo con mi bastón blanco y mis cupones de ciego, a ti te reconozco enseguida, por tu aroma a mar, a sal, a pelo húmedo. Sólo son unos segundos en los que percibo el soplo de la brisa de tu aliento, de tus palabras y de tu sonrisa abierta a la tarde tibia, mientras me das la moneda y siento el roce de tu piel, de tu mano, como la breve caricia de una ola que lame la playa.
Algún día te hablaré, para decirte que te asomes al mar de mis ojos ciegos, de donde surges cada tarde, cuando percibo tu aroma salobre, tu brisa de sirena recién emergida.

Francisco de Paz Tante

jueves, 15 de junio de 2017

VIAJES CRECIDOS

Por las tardes, me estremecen las caricias de su mirada, el hálito de su sonrisa tan próxima y su olor a ella. En las mañanas percibo su aroma más húmedo y excitante, en silencio, muy arrimados. Luego, al final del viaje, caminamos juntos hacia la puerta de salida, y allí nos decimos adiós. 
 Algunas tardes, cuando nos reencontramos, si estamos solos, para prolongar el viaje, yo pulso el botón del final, mientras siento la brisa de su sonrisa y los efluvios del deseo. Luego descendemos al tercero, en el que vivimos, ella en el A y yo en el C, donde volvemos a la aridez de nuestra vida cotidiana y real; ella junto a un marido empeñado en remover las cenizas de una pasión pretérita, ya arrasada por la rutina y el cansancio que provocan los baldíos intentos de reinventar los sueños gastados; y yo junto a una mujer infiel, harta de vivir entre los escombros del desamor. Los dos permanecen ajenos a nuestros breves viajes verticales, crecidos, en los que rebrotan las emociones de la seducción y de nuevas ilusiones, como recién estrenadas.

Francisco de Paz Tante 



viernes, 2 de junio de 2017

EL ARROYO




 Ella escucha el rumor del agua, el sonido de la ropa mojada, golpeada, sobre la restregadera, y el roce del jabón duro en la madera rugosa; y luego el chapoteo, el aclarado sobre el cauce rápido en ese tramo; con las manos agrietadas, endurecidas, devastadas por el escoplo de la intemperie, de las escarchas invernales en los olivares, y bajo las brasas del verano, espigando. Las manos mojadas, acorchadas, en el arroyo durante todo el año, con las que golpea la ropa, y el agua. 
Y, cuando oye los roces del cauce, se acuerda de él, de su risa y de sus carreras por la orilla, detrás del barco de juncos que ella misma le hacía, para que se entretuviera, mientras lavaba. 
Ahora, entre la ropa, ya no están sus pantalones, ni su camisita blanca. Sólo tenía una, que le planchaba los domingos, muy temprano, para que fuera con ella a misa. Porque, aunque ellos nunca iban, sabía que el maestro pasaba lista, y no quería que él fuera señalado. Por eso lo mandaba a la iglesia los domingos, bien arreglado, y limpio como los chorros del oro, decía. 
Se lo llevaron las fiebres, las de entonces, las de aquella posguerra. Dijeron que brotaron de una zona pantanosa de más arriba, donde el arroyo se estanca y el agua a veces se pudre. Pero ella sabía que en aquella infección estaban también la miseria y los piojos, el hambre y el miedo, anidando en las fiebres que mataron al hijo. 
Y ella ahora se acuerda de su camisita blanca de los domingos, mientras golpea el agua, con la ropa y los ojos de luto; ese luto que la viste y la invade, ya para siempre, mientras lava, a manotazos contra el arroyo, con rabia.


Francisco de Paz Tante
Foto: Dr. Cerdá y Rico. 

viernes, 19 de mayo de 2017

HOJAS MUERTAS



Ayer, mientras veía cómo ardía la leña en la lumbre, me acordé de Melecio y Decelia. Fueron los primeros que retraté en el apeadero, antes de que iniciaran su viaje definitivo a la ciudad. «Es por los hijos. Para que no tengan que andar arrastrados por el campo y siempre pendientes del cielo», me explicó Melecio, cuando cogimos el camino del apeadero, aún blanco de escarcha a esas horas de la mañana, con Decelia y los gemelos, que apenas sabían andar, y empujando una carreta llena de maletas. «Cuando nos instalemos, te escribiremos, para que sepas de nosotros», me dijo Melecio cuando los retraté, y yo me quedé pensando que cómo me iban a escribir, si ninguno de los dos sabía.

sábado, 13 de mayo de 2017

HUMO Y PIEL



Para Sumaiya, que ejerce en el prostíbulo más grande de Bangladesh, la vida ya solo es humo y piel. Pero, cuando cierra los ojos, se torna en cielo y sueños. Cielo alto, crecido, limpio. Y sueños de película, de la única que ha visto en los últimos años, una tarde en el cine de la ciudad, con Robert Redford, maduro, seductor, bajo el cielo de África. Luego, cuando abre los ojos, solo ve de nuevo la realidad del humo y de la piel, en el prostíbulo siempre turbio por el humo del tabaco, y con los olores que exhalan todas las demás pieles y todas las miserias que allí anidan y proliferan. Y tendrá que ejercer de nuevo, al menos otras diez veces, como cada día. Es lo obligado. Para evitar los castigos, y el hambre. Solo tiene dieciséis años, pero ya sabe que ese es su yugo y su destino: el humo y la piel. Su piel vendida para el disfrute de otras pieles, tersas o arrugadas. Con alientos ácidos, a veces, y salivas repulsivas. Manos ásperas, ganzúas en su intimidad aún de adolescente, desgarros que siguen doliendo. 
   Su piel no es suya, ni sus piernas, ni sus brazos, ni su sexo. Toda ella está en venta cada día, de continuo. Para cualquier hombre, joven o viejo, rico o pobre. Es barata. Pertenece al prostíbulo. Nació en él, sin que su madre supiera quién la engendró. Aquella madre también prostituta pobre, apenas conocida, enseguida arrasada por las infecciones, la miseria y la desgana por la vida. 
   Pero, cuando cierra los ojos, Sumaiya piensa en Robert Redford, maduro, curtido por la sabana, bajo un cielo crecido, en una película americana titulada Memorias de África, que vieron sus compañeras y ella, muy vigiladas, una tarde de domingo. Por eso, en los descansos, fuma y sueña con aquel actor, y fantasea que algún día quizás entre al prostíbulo algún hombre parecido, y se enamorará y se irá con él, para sentir cada día la brisa tibia de su aliento en una sonrisa abierta para ella, y un abrazo con ternura, y unas palabras de cariño, y un beso de buenas noches. 
   Luego, cuando abre la mirada a su realidad, siente otra vez el humo en los ojos, y unas manos, otras manos, en su piel de solo dieciséis años, ya tan hollada, penetrada por mil pieles extrañas, ajenas, brutales, en infinitos apareamientos ciegos, con la misma frialdad y desolación que ella ya siente en las entrañas, en su juventud aún recién estrenada, ya tan ajada. 
   Y en un descanso volverá a cerrar los ojos, para ver mejor a Robert Redford, al atardecer, seductor, bajo un cielo alto, limpio, muy azul; mientras oye la música, melancólica, emocionante, de la banda sonora de Memorias de África, y sueña con lo que nunca tendrá: la brisa tibia del aliento en una sonrisa amable abierta para ella, un abrazo con ternura, unas palabras de cariño, un beso de buenas noches. 

Francisco de Paz Tante

Fotografía de Sandra Hoyn