viernes, 25 de agosto de 2017

PROBARÁS EL VINO EN MIS LABIOS


Aquella tarde, cobijados en la cueva donde fermentaban el silencio y las uvas, probé, al fin, el aliento embriagador de su vino y sus besos.

Aprovechamos las primeras oscuridades para encontrarnos en la penumbra subterránea de las antorchas, en aquel refugio donde guardaban las uvas que fermentaban a escondidas. Fuera el cielo ya estaba crecido y la luna lo desteñía con jirones de plata. 

martes, 22 de agosto de 2017

MIENTRAS ATARDECÍA EN MADRID



Otra vez la tarde del domingo, con sus indolencias y nostalgias viejas, hoy crecidas al ver en un periódico la fotografía de una puesta de sol en el Templo de Debod, que me ha evocado un lejano día de mi juventud en Madrid. 

Aquel domingo ya atardecía cuando llegamos al templo egipcio. Habíamos bajado desde Callao, cogidos de la mano, como siempre en aquel tiempo, cuando el deseo reverberaba en la piel y las caricias brotaban incesantes. En algunas carteleras de los cines de la Gran Vía y en la Plaza de España, nos habíamos parado para aliviar la sed de besos que nos acuciaba, luego saciada en un banco junto a las piedras del templo, mientras en las aguas del estanque ya espejeaba el cielo rojo del atardecer. 
Aún me acuerdo de aquellos besos y de aquellos cielos, en una ciudad que, en mi memoria de entonces, mantiene el regusto de una canción de Sabina que hablaba de Madrid y un aroma a libertad recién estrenada, del que algunas noches sentíamos sus brisas en Malasaña, en la Plaza del 2 de Mayo y en “La Vía Láctea”, donde escuchamos por primera vez “Déjame” de Los Secretos, mientras nos hacíamos promesas de amor que, en la ingenuidad de aquellos albores de la juventud, siempre era eterno. 
Aunque fui a estudiar Geografía a la universidad, durante aquel tiempo, más que en la tierra, me fijaba en el cielo, que lo percibía mucho más alto y luminoso que el de la capital de mi provincia. Además, el horizonte, entonces extenso, rebosaba sueños y futuro.
Y ahora, después de casi cuarenta años, cuando aquel futuro y sus sueños ya están gastados, vividos o caducados, al ver hoy esta fotografía del templo de Debod, me acuerdo de aquel domingo en que nos sentamos junto a su estanque, para medirle con mis labios la sonrisa melancólica que ella entonces mostraba en los suyos, como si ya intuyera el final de aquella efímera historia de amor, mientras atardecía en el cielo de Madrid. 
Francisco de Paz Tante 

viernes, 11 de agosto de 2017

ROPA TENDIDA



El escarmiento, una vez más, sería contundente y despiadado. Las órdenes estaban dadas, y el avión ya volaba hacia el edificio donde se habían pertrechado los autores del ataque. La ciudad era un laberinto repleto de callejones, estrechuras y peligros. Por eso, una vez localizados los activistas, los misiles desde el cielo serían más seguros, precisos y letales.  
Y el general, desde el centro de mando, al observar en la pantalla la imagen ampliada del objetivo, enseguida se fijó en la ropa tendida que brillaba al sol de la azotea. Eran prendas de niños, aún mojadas, se percató entonces, estremecido, segundos antes de que la imagen se rompiera en un estallido de fuego. Después ya sólo vio llamas, humo y escombros. Cuando le informó al ministro, aún sentía el empuje de las lágrimas, mientras le decía que esta vez los daños colaterales habían sido pequeños.
Francisco de Paz Tante

martes, 8 de agosto de 2017

TIEMPO DE ALMENDRAS



Ahora rememoro aquel tiempo en que los almendros eran árboles emblemáticos, con sus flores aladas, sus maduraciones y trabajos, que acababan en los corrales, repletos de almendras secándose al sol, antes de que las mujeres y los muchachos las partiéramos con un hierro sobre una piedra, a la sombra de aquellas tardes infinitas del verano.

Las vareábamos en agosto, y luego las extendíamos en el corral, para que se secaran, se abrieran y mostraran el oro viejo de sus cáscaras al sol. Después las partíamos a golpes de hierro y piedra. 
Y el color y el olor de las cáscaras también estaba en la escuela. Allí, cuando soplaban los primeros fríos del invierno, alimentábamos la estufa con aquel combustible, almacenado en una habitación próxima al aula. 
Cuando se acababan las cáscaras y hacía frío, el maestro pedía un voluntario para que echara un cubo a la estufa. Era entonces cuando se levantaba Germán, salía de la clase y enseguida volvía con el cubo rebosante. 
Como en aquellos años aún no había llegado al pueblo el agua corriente ni el saneamiento, en los recreos hacíamos las necesidades arrimados a unas cambroneras crecidas en un campo próximo. Pero a veces, algunos, si les urgía, evacuaban, a escondidas, en cualquier sitio. Y un día, al final de un invierno muy frío, Germán regresó al aula con el cubo vacío. «Se han orinado en las cáscaras», le dijo al maestro. «Por eso, las pocas que quedan están mojadas. Si quiere, las echo a la estufa, pero ya sabe que así humean y atufan». 
En la fila de atrás, la de los réprobos, según la denominaba el maestro, con su pedagogía elemental, hubo conatos de risas, enseguida acalladas cuando el maestro cogió la vara y empezó a recorrer las costillas de aquellos alumnos de forma despiadada y sañuda; hasta que consideró que, con los varazos, la culpa de aquel acto atroz e intolerable quedaba expiada. 
«Las cáscaras son sagradas», nos gritó, aún encolerizado, con la vara enhiesta. Y quizás por eso, desde entonces, la contemplación de los almendros en flor, para mí, es un ritual más propio de emociones litúrgicas, del estremecimiento que pudiera provocar un prodigio bíblico, que la mera observación de la belleza que a veces brota de la naturaleza. 
Y ahora, cuando recorro los caminos, inalterados en la memoria desde aquella niñez a la intemperie, con esta luz crecida de agosto, mientras veo los almendros, ya rebosantes de frutos maduros, me acuerdo de aquellos años en que sus cáscaras nos calentaban durante los inviernos, y, antes, nos mostraban sus relumbres de oro viejo, tendidas al sol de mi infancia. 
Francisco de Paz Tante

EL RÍO

(Relato publicado por "El País", con el que obtuve uno de los premios convocados por este periódico, en "El Viajero")


La ribera rebosaba umbría y misterio. Con una cuerda, yo arrastraba la barca.

Surcábamos el Congo, y les advertía de los peligros que nos acechaban. Y ellos, que sólo tenían cinco y ocho años, me miraban con asombro.
Yo, que había leído a Conrad, buscaba a Kurtz entre los árboles.
Luego, con la barca ya en el maletero del coche, mientras nos alejábamos del Alberche, en sus ojos todavía palpitaban las emociones vividas. Y yo aún sentía el estremecimiento de aquel viaje al corazón de las tinieblas.”
Francisco de Paz Tante