
Fue muy rápido, una de esas enfermedades
fulminantes, me dijeron cuando pregunté por él, después de aquella carta de
despedida en la que me hablaba de su enfermedad, de su trabajo de escritor y de su último cuento, sobre los rumores del agua, para que lo recordara cuando
volviera a los paisajes en que gozamos de nuestra efímera historia de amor.
Nos encontramos durante las vacaciones
de una Semana Santa, paseando, solos, por un camino paralelo al cauce del río.
Decidimos entonces seguir juntos en nuestra excursión por aquellos parajes, y
nos adentramos en sus geografías agrestes, cada vez más arrimados, durante el
resto del día; hasta que vimos el óxido del cielo, ya al atardecer, espejeando
en el agua. Y aquella misma noche, en el hostal de un pueblo próximo, nos
amamos con la pasión y la prisa de quienes intuyen que el tiempo acecha y los
sueños caducan.
Al año siguiente, nos citamos en aquel
mismo hostal, con las brisas de la primavera recién brotadas, y los efluvios de
la savia nueva acrecentando el deseo y la pasión de nuestro reiterado empeño en
sentir juntos durante unos días las emociones y el gusto del amor.
Y ahora, ya sin él, quiero volver la
próxima primavera a oír de nuevo el rumor del agua en esos mismos paisajes,
mientras siento el hueco de su ausencia, viéndome sola en el espejo del río. Y
allí, al observar, de nuevo, aquellas imágenes fluviales, recordaré ese último
cuento que me escribió en su carta de despedida, en el que narra la historia de
un jardinero que escuchaba los sonidos de los nombres en el ruido del agua,
mientras taja la tierra con su cauce de cristal y la humedece.
Era la historia de un hombre obsesionado
con los rumores y el fragor del agua, conducida por los jardines donde brotaban
las plantas y las flores con vigor de vergel. Como ocurría en las zonas verdes
de la lujosa urbanización que él cultivaba. Fue allí donde se quedó atrapado
por la intensa pasión que le encendió una mujer misteriosa y distinguida, siempre
alejada y distante, cuando la veía pasear sola junto al lago y el embarcadero.
En ese paraje él la imaginaba como una ninfa emergida de las profundidades de
aquellas aguas donde se reflejaba su silueta. De ella sólo sabía que se llamaba
Guiomar.
Aquel jardinero estaba convencido de que
el rumor del agua influía sobre las emociones y el ánimo de las personas.
Hablaba incluso del efecto fuente, del bienestar que aporta la humedad en el
aire, que facilita la respiración y amplía las ilusiones de felicidad. Sostenía
que los ríos, las fuentes y los manantiales provocan que la vida fluya mejor,
pues sus rumores los embebe el alma y acrecientan las emociones, porque están
en nuestra memoria celular, en los recuerdos del océano primordial de donde
procedemos.
Guiado por su obsesión, el jardinero
acabó descubriendo cómo se pueden modular la intensidad y el caudal de las
corrientes, al igual que se modula el aire que corre por un instrumento
musical, para producir sonidos que remueven las pasiones.
Aunque donde puso más entusiasmo fue en
la construcción de un sistema de riego para una zona ajardinada de la
urbanización donde trabajaba, junto al lago, donde tiemblan los árboles sobre
sus aguas claras y quietas. En aquel diseño hídrico el jardinero profundizó en el
rumor del agua como nadie lo había hecho hasta entonces. Se adentró en su
lenguaje, en los procesos que transforman su roce en música y voces. Y cuando,
como un luthier de fuentes, consideró que había conseguido los sonidos que le
obsesionaban, se atrevió a invitar una tarde a la mujer de sus sueños a que
conociera aquel lugar. Y allí, juntos, tembloroso se arrimó a ella y le dijo
que escuchara en aquellos rumores las sílabas que él ahora pronunciaba junto a
su oído; aquel nombre que siempre llevaba incrustado en su memoria, y que en
esos momentos oían los dos como una música acuática que les embriagaba y
arrastraba hacia la más húmeda y ardiente de las pasiones.
Desde entonces, en su memoria quedaron
para siempre grabados los recuerdos de aquella tarde de amor compartido, la
memoria de los rumores del agua, donde él escuchaba las sílabas de un nombre
que le avivaba la sed de una pasión al fin saciada: Guiomar.
Ésta es la historia que él me contó en
su carta de despedida, el cuento que escribió para decirme adiós. Y a mí,
ahora, sólo me queda esperar a la próxima primavera para volver a los paisajes
donde brotó y creció nuestra apasionada y breve historia de amor, para sentir
la sal de su ausencia en las llagas de mi memoria, mientras escucho su nombre
en los rumores del agua.
Francisco de Paz Tante
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Puedes dejar tu comentario.