viernes, 22 de septiembre de 2017

LOS RUMORES DEL AGUA


Ahora que ya no podremos sentir juntos las fragancias de los fresnos ni escuchar, cogidos de la mano, los rumores del agua, quiero aferrarme a los recuerdos de aquel paisaje que durante dos primaveras fue el escenario de una apasionada historia que aún palpita en esas láminas de la memoria donde guardamos los sueños rotos.
Fue muy rápido, una de esas enfermedades fulminantes, me dijeron cuando pregunté por él, después de aquella carta de despedida en la que me hablaba de su enfermedad, de su trabajo de escritor y de su último cuento, sobre los rumores del agua, para que lo recordara cuando volviera a los paisajes en que gozamos de nuestra efímera historia de amor.
Nos encontramos durante las vacaciones de una Semana Santa, paseando, solos, por un camino paralelo al cauce del río. Decidimos entonces seguir juntos en nuestra excursión por aquellos parajes, y nos adentramos en sus geografías agrestes, cada vez más arrimados, durante el resto del día; hasta que vimos el óxido del cielo, ya al atardecer, espejeando en el agua. Y aquella misma noche, en el hostal de un pueblo próximo, nos amamos con la pasión y la prisa de quienes intuyen que el tiempo acecha y los sueños caducan.
Al año siguiente, nos citamos en aquel mismo hostal, con las brisas de la primavera recién brotadas, y los efluvios de la savia nueva acrecentando el deseo y la pasión de nuestro reiterado empeño en sentir juntos durante unos días las emociones y el gusto del amor.
Y ahora, ya sin él, quiero volver la próxima primavera a oír de nuevo el rumor del agua en esos mismos paisajes, mientras siento el hueco de su ausencia, viéndome sola en el espejo del río. Y allí, al observar, de nuevo, aquellas imágenes fluviales, recordaré ese último cuento que me escribió en su carta de despedida, en el que narra la historia de un jardinero que escuchaba los sonidos de los nombres en el ruido del agua, mientras taja la tierra con su cauce de cristal y la humedece.
Era la historia de un hombre obsesionado con los rumores y el fragor del agua, conducida por los jardines donde brotaban las plantas y las flores con vigor de vergel. Como ocurría en las zonas verdes de la lujosa urbanización que él cultivaba. Fue allí donde se quedó atrapado por la intensa pasión que le encendió una mujer misteriosa y distinguida, siempre alejada y distante, cuando la veía pasear sola junto al lago y el embarcadero. En ese paraje él la imaginaba como una ninfa emergida de las profundidades de aquellas aguas donde se reflejaba su silueta. De ella sólo sabía que se llamaba Guiomar.
Aquel jardinero estaba convencido de que el rumor del agua influía sobre las emociones y el ánimo de las personas. Hablaba incluso del efecto fuente, del bienestar que aporta la humedad en el aire, que facilita la respiración y amplía las ilusiones de felicidad. Sostenía que los ríos, las fuentes y los manantiales provocan que la vida fluya mejor, pues sus rumores los embebe el alma y acrecientan las emociones, porque están en nuestra memoria celular, en los recuerdos del océano primordial de donde procedemos.
Guiado por su obsesión, el jardinero acabó descubriendo cómo se pueden modular la intensidad y el caudal de las corrientes, al igual que se modula el aire que corre por un instrumento musical, para producir sonidos que remueven las pasiones.
Aunque donde puso más entusiasmo fue en la construcción de un sistema de riego para una zona ajardinada de la urbanización donde trabajaba, junto al lago, donde tiemblan los árboles sobre sus aguas claras y quietas. En aquel diseño hídrico el jardinero profundizó en el rumor del agua como nadie lo había hecho hasta entonces. Se adentró en su lenguaje, en los procesos que transforman su roce en música y voces. Y cuando, como un luthier de fuentes, consideró que había conseguido los sonidos que le obsesionaban, se atrevió a invitar una tarde a la mujer de sus sueños a que conociera aquel lugar. Y allí, juntos, tembloroso se arrimó a ella y le dijo que escuchara en aquellos rumores las sílabas que él ahora pronunciaba junto a su oído; aquel nombre que siempre llevaba incrustado en su memoria, y que en esos momentos oían los dos como una música acuática que les embriagaba y arrastraba hacia la más húmeda y ardiente de las pasiones.
Desde entonces, en su memoria quedaron para siempre grabados los recuerdos de aquella tarde de amor compartido, la memoria de los rumores del agua, donde él escuchaba las sílabas de un nombre que le avivaba la sed de una pasión al fin saciada: Guiomar.
Ésta es la historia que él me contó en su carta de despedida, el cuento que escribió para decirme adiós. Y a mí, ahora, sólo me queda esperar a la próxima primavera para volver a los paisajes donde brotó y creció nuestra apasionada y breve historia de amor, para sentir la sal de su ausencia en las llagas de mi memoria, mientras escucho su nombre en los rumores del agua.

Francisco de Paz Tante

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