Las últimas luces del atardecer enseguida encienden un
crepúsculo que prolifera por el cielo de la ciudad, antes de tornarse en noche
cerrada, adensada junto a los muros de las calles estrechas, ya sólo iluminadas
por la tenue luz del alumbrado nocturno. En estos anocheceres de verano me
gusta pasear por tu barrio, como tú lo llamabas cuando lo recorriste por
primera vez junto a mí; aunque estas geografías urbanas ya estaban en tus
paisajes emocionales, después de tantos relatos, tantas historias contadas y
tantas nostalgias viejas inoculadas en la memoria colectiva de tu familia, de
tu gente, durante más de quinientos años.
Luego, cuando paso junto a las sinagogas, evoco aquella
tarde en que nos adentramos en ellas, y tú, más que observar los arcos, los
muros, los objetos artísticos y de culto, parecías sentir la emoción de una
impronta centenaria que perdurara en ti, en los hondones del alma, ya tan
hollados por la memoria, y por las historias tristes que te contaron los
viejos, y las que leíste en los escritos antiguos, y escuchaste en los versos
de un poeta sefardí que tus antepasados se llevaron al exilio, preservadas del
olvido durante todas las generaciones. Por eso me decías que tu viaje, en
realidad, suponía la vuelta de tu familia, regresada en ti, después de más de
cinco siglos.
Con las últimas luces del día sobre
los muros de las sinagogas, me adentro en las estrechuras de las calles
mientras se me ensancha la memoria de aquellos días en que quise enseñarte la
ciudad, su magia, la pátina secular que han dejado los siglos y la historia.
Me dijiste en tu primer mensaje que
habías encontrado en internet una referencia a mis estudios de los poetas
sefardíes. Por eso me habías escrito al correo del instituto, para pedirme una
reunión, una cita, un paseo por la ciudad, tal vez, me explicabas, para que te
hablara de aquellos poetas judíos que escribieron sus versos en ese castellano
antiguo que perduró más allá de la expulsión y el destierro a finales del siglo
XV; hasta ahora, que sigue escribiéndose y hablándose, como tú lo hablas, con
esa cadencia ceremoniosa de lengua antigua, impregnada de dulzura y arcaísmo.
Y, con tu correo y tus palabras, rememoré un poema que oí
muchas veces recitar a mi madre, que, a su vez, se lo había oído a la suya, y a
su abuela. Eran unos versos de amor asociados a una historia que yo entonces
consideré una leyenda más de las que surgieron en la ciudad, durante aquellos
siglos pretéritos en que los musulmanes, los judíos y los cristianos no sólo
convivieron, a veces con dificultad, en ocasiones con violencia desatada y
sangre derramada, sino que también se amaron, en un inevitable mestizaje de la
piel y la cultura. La que contaba mi madre era la historia de una cristiana
enamorada, resignada a la soledad y a las lágrimas por el recuerdo del único
amor de su vida, un judío que sufrió el destierro, junto a su familia, cuando
los reyes decidieron la expulsión. Aquella pareja, por amor, había desafiado
las endogamias, las leyes y las costumbres de la segregación y la religión.
Ellos se habían amado a escondidas, junto al río. A veces, después de toda una
noche de suspiros y deseos acallados, al amanecer, él bajaba a la ribera desde
el taller de su padre, y ella, en su tránsito hacia la casa ducal en la que servía,
se desviaba junto a los carrizos, para sentir el abrazo con el que ellos
percibían las primeras luces que ardían como brasas en el horizonte del alba.
Fue allí, en uno de aquellos amaneceres, mientras sentían su pasión crecida,
cuando él le recitó los versos de un poeta judío, y ella se los
aprendió, los alojó para siempre en la memoria, como el recuerdo indeleble de
su amor eterno.
Como mantenían una relación ocultada a sus familias, ni
siquiera pudieron darse el último beso el día en que él y los suyos caminaban hacia
el puente que los sacaría de la ciudad para siempre. Y a ella, entonces, sólo
le quedaron las lágrimas y la memoria, donde guardó, hasta el final de sus
días, aquellos versos que hablaban de las emociones del amor y de las nubes
rojas del alba. Un poema que luego, durante todos los días de su vida, con sus
noches, recitaría en la soledad de su alcoba, y junto al río, al amanecer,
cuando madrugaba para ver las primeras luces del día, con él siempre en su
memoria. Porque, al susurrar aquel poema de amor, lo sentía más cerca, como si
los versos estuvieran impregnados de él, de su aroma, de la textura de sus
labios, de la fuerza y el ardor que sentía en sus manos, del sabor salobre de
aquellas mismas lágrimas que vertió cuando le contó, junto al río, que los iban
a expulsar de la ciudad y del reino, para siempre.
Fue de aquella leyenda, de la cristiana desolada y el judío
desterrado, de lo primero que te hablé, porque en ella también estaban aquellos
versos que despertaron mi interés por los poetas sefarditas. Y entonces percibí
en tu mirada la expresión de una sorpresa, como si tú ya conocieras aquella
historia. Aunque enseguida te quedaste absorto, de nuevo, en las piedras
seculares, en tu interior, quizás, donde sentías palpitar la memoria colectiva
y ancestral de tu pueblo, la que tú también habías heredado.
Rememoraste después que fue un edicto, con las firmas
reales y el lacre, lo que decidió la vida y el destino de aquellos hombres,
mujeres y niños, que salieron de la ciudad mientras repicaban las campanas, y
ellos andaban, con miedo, con la desolación de dejar sus casas, sus
pertenencias, sus paisajes, sus geografías emocionales, y las de sus
antepasados. Su lugar en el mundo.
“Su lugar en el mundo”, me dijiste, y yo te miré, y asentí,
porque me parecía una expresión adecuada, que definía con precisión lo que
suponía la ciudad para ellos. Porque la poética del espacio forma parte de
nuestro equipamiento emocional, me explicaste entonces. Todos somos de un
sitio, de un lugar, con el que nos vinculamos emocionalmente. En ello influyen
de forma decisiva los paisajes de la infancia, los lugares en los que
aprendemos a relacionarnos con la vida. Son esas geografías de la niñez las que
al final conforman los focos más importantes de vinculación, de nuestra
identidad. Y los lugares en los que vivimos también quedan impregnados de
nuestras acciones, de los valores de quienes los habitamos, de nuestros
pensamientos, sueños, relaciones. Por eso en aquellas calles que querías
conocer, en sus rincones, sus edificios, su geografía urbana, sus casas, ya
vacías, aquellos desterrados también dejaron su impronta, la memoria de su
existencia, que permaneció indeleble durante los siglos, a pesar de la ausencia
y el exilio, me dijiste, con un velo de melancolía en la voz y en la mirada.
Eran comerciantes, artesanos, escribamos, poetas, con sus
mujeres, sus hijos, sus viejos, insistías en contarme. Columnas humanas de la
desolación, arrojadas al destierro, a la intemperie de los caminos y los campos,
a la incertidumbre del destino, aún desconocido; a la posible singladura en que
tendrían que atravesar un mar ignoto, pavoroso quizás en su imaginación de
gente de tierra adentro; para llegar a algún sitio donde siempre serían
extranjeros, extraños, pueblo sin patria, desterrados.
También me contaste que algunos se llevaron las llaves de
sus casas, que luego conservaron durante todas las generaciones. Una llave como
la que tú entonces me mostraste, cuando estábamos junto a una casa donde, por
las descripciones guardadas en la memoria de la familia, con sorprendente
fidelidad a la geografía urbana que aún preserva la ciudad, localizamos el
sitio de aquella vivienda que tus antepasados dejaron vacía, con la llave
echada, esa misma llave que ahora, impregnada por la herrumbre del tiempo y la
memoria de cinco siglos, tú me mostrabas.
Y al igual que se llevaron la llave de su casa, se llevaron
la lengua, su idioma, al que siguieron aferrados, porque era su habla, y en él
estaban las palabras que nombraban su mundo. Un español antiguo, que ahora
parece impregnado de un arcaísmo ceremonioso; aunque no es un idioma fósil,
porque siempre ha estado vivo: es una lengua emocional, de la memoria,
vinculada a los sentimientos más profundos de pertenencia, con los que nos
enraizamos en la vida.
Por eso tú hablabas en ese idioma antiguo, en esa lengua de
los judíos de Sefarad. Con ella los escritores expresaban sus sentimientos y
emociones, como los poetas de los que querías que te hablara.
Después me contaste la historia, guardada en la memoria de tu
familia durante generaciones, de un antepasado tuyo, que le recitaba versos de
amor y de cielos del alba a su amada, mientras disfrutaban de su pasión
clandestina al cobijo de la fronda del río. Aunque él era judío y ella cristiana,
sus vínculos de amor crecieron más allá de la religión y la cultura, y se
amaron con la pasión de quienes intuían el acecho de los negros presagios del
destino y de la historia, y que el tiempo del gozo sería tan breve como
aquellos amaneceres que veían encenderse en el cielo de la ciudad.
Luego, en el largo viaje del destierro, y en la desolación
del exilio final en un país alejado, extraño, tan ajeno a la memoria de sus
geografías emocionales, él recitaba aquellos versos cada amanecer, recién levantado,
porque así la sentía a ella más cerca, y recobraba, con más viveza y emoción,
el recuerdo de su abrazo bajo el cielo de la ciudad, de la brisa de su aliento,
de la textura de sus caricias, de sus manos y sus labios.
Así me lo contaste, mientras ahora yo callaba, sólo
escuchando, estremecida, la misma historia que yo te había contado antes.
Cuando fuimos conscientes de que nuestras historias
contadas, guardadas en la memoria ancestral de nuestros antepasados, y en la
nuestra, en realidad, eran la misma, al igual que eran los mismos los versos de
amor y cielos que manteníamos en el recuerdo, preservados del óxido del tiempo
y del olvido durante cinco siglos, no pudimos evitar que nos brotaran en las
miradas relumbres de emoción y lágrimas.
Se nos había hecho muy tarde, hablando de la memoria y de
los versos, sintiendo emociones inimaginables al inicio de aquel encuentro, paseando,
recordando, evocando nuestras vidas y las de nuestras familias, nuestros
linajes, adentrados en la historia, en las raíces. Pero no queríamos
separarnos. Tú te ibas al día siguiente. Tenías citas y compromisos en Madrid,
y el billete de avión para regresar a Tel Aviv. Por eso decidimos aprovechar lo
que nos quedaba de noche. Te conduje a una zona de calles estrechas y cobertizos,
para que, a esas horas en que se adensa la noche, el silencio y la soledad,
sintieras la magia de pasear por un espacio urbano medieval, en que el paisaje,
la geografía angosta de la ciudad, ahora apenas vislumbrada por la tenue
iluminación nocturna, emociona y estremece.
Luego, accedimos a la zona más céntrica, con más luz y
ambiente. Y allí continuamos rememorando y compartiendo historias, mientras
cenábamos en un restaurante con sabor y aroma a leyendas viejas, y luego
seguimos bebiendo en las terrazas abiertas a la noche, hablando, arrimándonos,
sintiendo los primeros roces y la brisa, cada vez más cercana, del aliento y el
deseo.
Fue ya al amanecer cuando decidimos bajar al río. Y allí,
cuando ya se encendía el cielo con las primeras brasas del alba, al unísono,
juntos, recitamos unos versos que ya teníamos inoculados en los hondones de la
memoria y del alma. Y cuando acabamos de recitarlos, sentimos la necesidad de
besarnos, y en aquellos besos, apasionados, percibimos la emoción de que la
historia de amor de nuestros antepasados continuaba, en nosotros, en nuestro
abrazo estremecido, en aquel amanecer junto al río, bajo el cielo de la ciudad,
en tu regreso a Sefarad.
Relato ganador del certamen literario "Librería Delfos", Argamasilla de Calatrava, 2018.
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