viernes, 7 de diciembre de 2018

UNA VIDA DE CINE

Durante aquellos años en que la vida real era en blanco y negro y la del cine en tecnicolor, mi amigo Licinio, a quien aún no llamábamos Cigüeño, se convenció de que las historias oníricas y fantasiosas de las películas se podían sacar de la pantalla para hacerlas realidad.



Así me lo contó un sábado por la tarde, después de ver la película Mary Poppins. También me habló entonces de sus penurias y orfandad, de la sordidez de sus hospicios infantiles y de cómo se escapaba de ellos por los vericuetos de la imaginación. 

Y al día siguiente, en la celebración de las fiestas patronales, con la plaza llena de gente, lo vimos encaramado a la torre de la iglesia, agarrado a un paraguas grande y negro. Durante la noche anterior había reforzado bien las varillas que sustentaban aquel artilugio con el que Licinio, como Julie Andrews en la película, pretendía descender en un vuelo de cine.

Se lanzó al vacío desde el nido de las cigüeñas. Cuando se inició la caída, la gente empezó a gritar, pero él, bien agarrado con las dos manos al paraguas, al principio parecía descender con suavidad, como mecido incluso en aquella brisa del atardecer; hasta que vimos cómo estallaron las varillas, el paraguas se volvió del revés, y, sin soltarlo, Licinio cayó con estrépito sobre el pavimento empedrado de la plaza. Con la columna vertebral ya astillada, se quedó mirando, muy fijo, como asombrado, hacia el cielo crepuscular que había intentado surcar, como Mary Poppins.
Desde entonces, mi amigo Licinio, a quien ya llamábamos Cigüeño, se quedó varado en una silla de ruedas, con sus ristras de décimos de lotería colgadas en la solapa, que ofrecía a la entrada del cine: «Para que tengas una vida de película», les decía a quienes ofrecía su lotería.
Era esa vida de cine que él siguió empeñado en vivir, en sacarla de la pantalla para hacerla realidad. Por eso, después de ver “Desayuno con diamantes” y aprenderse la música de “Moon River”, a veces silbaba con emoción crecida esa hermosa melodía, mientras buscaba con su mirada, brillante y húmeda, la de Andrea, que servía Mirindas, caramelos y palomitas en el ambigú durante los descansos de las películas, y tenía los ojos grandes y la sonrisa triste, como Audrey Hepburn.
Francisco de Paz Tante