domingo, 16 de julio de 2017

EL BOLERO DE AQUEL VERANO




Cuando anochece y, al fin, se entibia el aire de este verano abrasador, a veces siento, de nuevo, un palpito de nostalgias viejas en los estratos de la memoria donde aún guardo las emociones de la adolescencia, después de tantos años, aún preservadas del óxido del tiempo y del olvido. Y rememoro entonces aquellos anocheceres de otros veranos en que las enredaderas del deseo nos crecían con fuera de selva virgen. 
En la evocación de aquellas noches aún persisten los aromas de las albercas, del agua acunando estrellas mientras nos bañábamos, ocultados y desnudos, en las huertas, que olían a hortalizas y a verduras, a sandías recién arrancadas, reventadas para comerlas a trozos a la luz de la luna. 

Eran aquellas noches de la adolescencia en que brotaban nuevas sensaciones a libertad, a plenitud, a presagios de vida nueva, imaginada, soñada, atisbada en horizontes aún extensos, en el futuro ancho que se percibe a los dieciséis años. 
Noches de verano en que oíamos los discos en las máquinas que instalaban entonces en los bares, en las terrazas, como en aquella de La Ría, debajo de las acacias, junto al cauce del arroyo, que al anochecer olía a tierra recién mojada, a agua turbia y a cigarros de tabaco negro. 
Y uno de los recuerdos más persistentes de aquellos albores del deseo es el de la noche en que alguien puso en la máquina de discos, donde sólo había boleros, Si tú me dices ven, interpretada por Los Panchos. Entonces ella, apenas conocida, recién incorporada al grupo de amigos porque aquel verano lo pasó en el pueblo, valiente y osada, se levantó de la mesa, y, sin hablarme siquiera, me cogió de la mano y me llevó debajo de una acacia, a la penumbra del final de la terraza, donde bailamos, bien agarrados, aquel bolero en que, por amor, se entrega la vida entera. 
Y después de más de treinta años, aún recuerdo la emoción de sentir en mi piel la tersura de sus pechos, y el roce de su pelo negro oliendo a champú y a humedad tibia. Así comenzó nuestro bolero de aquel verano. 
Luego, todas las noches, después de la cerveza en la terraza junto a los amigos y la música de máquina, nos íbamos a la alameda, ya solos, para profundizar en los besos que aprendimos a darnos bajo el rumor de las hojas. Y ahora, después de tantos años, evoco, de nuevo, aquella vez en que, tumbados bajo los árboles, sentí su cara sobre mi pecho, con emoción y temblor de amantes nuevos, mientras me susurraba el bolero que habíamos oído esa tarde en la máquina de discos, en la voz rota de Chavela Vargas: Piensa en mí. Y con sus manos me sujetó las mías, para que permaneciera quieto, sin que avanzaran las caricias, sólo escuchándola, y así se me quedara inoculada en la memoria y en la piel la letra de aquella canción.
Cuando ella volvió a Madrid, se nos acabó el bolero de aquel verano, del que ahora recuerdo su banda sonora en una máquina de discos, donde escuchamos aquella canción que me susurró una noche bajo las estrellas, como una premonición, cierta, de lo que sucedería después, durante más de treinta años: Piensa en mí. 
Francisco de Paz Tante 

viernes, 7 de julio de 2017

EN LA NOCHE CRECIDA



Insomne, se levanta, se asoma a la ventana y percibe el aroma a noche crecida de un viernes de julio, en el que evoca fragancias húmedas de saliva y besos, de deseo derramado. 

Y ahora, en la memoria de otras noches de verano, recupera los rumores de las caricias nuevas, en rincones oscuros de un parque, donde sólo se oían susurros de manos trémulas y de labios aún torpes, peces ciegos en la piel abisal, estremecida. 

Palpitan, de pronto, cicatrices de heridas viejas, muescas de la juventud ida, algunos zarpazos en el alma durante aquellas noches al arrimo de las simas negras en las que tantos cayeron, en plena juventud: jinetes intrépidos de jacas blancas, ingenuos, desbocados, al final atrapados en la telaraña de los excesos y los síndromes mortales. 
Asomado a la noche crecida, percibe también el soplo frío de soledades insomnes, en las que se oyen rumores, incesantes, de la radio, las únicas voces ajenas, escuchadas en la nívea inmensidad de las sábanas, con esa mirada marchita que, al final, siempre dejan las ilusiones gastadas, los anhelos caducados, los sueños ya siempre pendientes. 
Ve luces grandes, intensas, y otras, palpitantes, más pequeñas, como los fueguitos de los que habla Eduardo Galeano, que alumbran las vidas todavía despiertas en la noche crecida, y espantan las sombras al acecho, y reverberan, como soles chiquitos, en las miradas que encienden las pasiones y los sueños aún vigentes. 
Luego vuelve a la cama, otra vez, junto a ella, y la abraza, estremecido. No necesita ahora sentir el calor de sus manos, ni el brillo de sus ojos abiertos en la penumbra, ni la brisa del aliento que aviva la urgencia del deseo. Ahora sólo pretende que la penetre su abrazo, mientras se duerme en ella, bajo la noche crecida que palpita fuera, detrás de la ventana, y en la memoria, incesante. 
Francisco de Paz Tante