martes, 22 de agosto de 2017

MIENTRAS ATARDECÍA EN MADRID



Otra vez la tarde del domingo, con sus indolencias y nostalgias viejas, hoy crecidas al ver en un periódico la fotografía de una puesta de sol en el Templo de Debod, que me ha evocado un lejano día de mi juventud en Madrid. 

Aquel domingo ya atardecía cuando llegamos al templo egipcio. Habíamos bajado desde Callao, cogidos de la mano, como siempre en aquel tiempo, cuando el deseo reverberaba en la piel y las caricias brotaban incesantes. En algunas carteleras de los cines de la Gran Vía y en la Plaza de España, nos habíamos parado para aliviar la sed de besos que nos acuciaba, luego saciada en un banco junto a las piedras del templo, mientras en las aguas del estanque ya espejeaba el cielo rojo del atardecer. 
Aún me acuerdo de aquellos besos y de aquellos cielos, en una ciudad que, en mi memoria de entonces, mantiene el regusto de una canción de Sabina que hablaba de Madrid y un aroma a libertad recién estrenada, del que algunas noches sentíamos sus brisas en Malasaña, en la Plaza del 2 de Mayo y en “La Vía Láctea”, donde escuchamos por primera vez “Déjame” de Los Secretos, mientras nos hacíamos promesas de amor que, en la ingenuidad de aquellos albores de la juventud, siempre era eterno. 
Aunque fui a estudiar Geografía a la universidad, durante aquel tiempo, más que en la tierra, me fijaba en el cielo, que lo percibía mucho más alto y luminoso que el de la capital de mi provincia. Además, el horizonte, entonces extenso, rebosaba sueños y futuro.
Y ahora, después de casi cuarenta años, cuando aquel futuro y sus sueños ya están gastados, vividos o caducados, al ver hoy esta fotografía del templo de Debod, me acuerdo de aquel domingo en que nos sentamos junto a su estanque, para medirle con mis labios la sonrisa melancólica que ella entonces mostraba en los suyos, como si ya intuyera el final de aquella efímera historia de amor, mientras atardecía en el cielo de Madrid. 
Francisco de Paz Tante 

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