
Y al día siguiente, en la celebración de las fiestas patronales, con la plaza
llena de gente, lo vimos encaramado a la torre de la iglesia, agarrado a un
paraguas grande y negro. Durante la noche anterior había reforzado bien las
varillas que sustentaban aquel artilugio con el que Licinio, como Julie Andrews
en la película, pretendía descender en un vuelo de cine.
Se lanzó al vacío desde el nido de las
cigüeñas. Cuando se inició la caída, la gente empezó a gritar, pero él, bien
agarrado con las dos manos al paraguas, al principio parecía descender con
suavidad, como mecido incluso en aquella brisa del atardecer; hasta que vimos
cómo estallaron las varillas, el paraguas se volvió del revés, y, sin soltarlo,
Licinio cayó con estrépito sobre el pavimento empedrado de la plaza. Con la
columna vertebral ya astillada, se quedó mirando, muy fijo, como asombrado,
hacia el cielo crepuscular que había intentado surcar, como Mary Poppins.
Desde entonces, mi amigo Licinio, a quien ya
llamábamos Cigüeño, se quedó varado en una silla de ruedas, con sus ristras de
décimos de lotería colgadas en la solapa, que ofrecía a la entrada del cine:
«Para que tengas una vida de película», les decía a quienes ofrecía su lotería.
Era esa vida de cine que él siguió empeñado en
vivir, en sacarla de la pantalla para hacerla realidad. Por eso, después de ver
“Desayuno con diamantes” y aprenderse la música de “Moon River”, a veces
silbaba con emoción crecida esa hermosa melodía, mientras buscaba con su mirada,
brillante y húmeda, la de Andrea, que servía Mirindas, caramelos y palomitas en
el ambigú durante los descansos de las películas, y tenía los ojos grandes y la
sonrisa triste, como Audrey Hepburn.
Francisco de Paz Tante
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