martes, 19 de febrero de 2019

Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar


   El deterioro de su aspecto físico y de su salud fue rápido y devastador. El creciente consumo de vino, para aliviar la desolación y la tristeza, lo abocaron al desvarío y la mendicidad. Y al final sólo quedaron la realidad de su miseria y su alcoholismo, el pozo oscuro de la depresión y las penumbras herrumbrosas de la indigencia. 
   Cuando conoció a Galina ya pertenecía a la geografía humana de la plaza. Y, desde el primer día en que se arrimaron, sintió el pálpito de una atracción que percibió novedosa. Él creía que el amor y el sexo eran lo que había conocido y compartido con su mujer durante tantos años de felicidad doméstica, hasta que el paro y la ruina acabaron devastando aquel amor tranquilo, la relación e incluso su propia vida. Y ahora, con Galina, sentía la novedad de unas emociones, como recién estrenadas, que le brotaban desde los hondones del alma y estallaban en los gozos del deseo. 
   Durante aquel tiempo en que compartieron el vino, la miseria y las caricias rebosantes de ternura, se sintieron felices y plenos, a la intemperie de la calle, o en los someros refugios donde se cobijaban del fragor de la noche y su aliento de escarcha.
   Por eso, cuando ella desapareció, pasaron los días y fueron creciendo la angustia y la desazón de la pérdida, la certeza de que la habían encontrado los proxenetas que la buscaban, Aurelio sintió la inmensidad de un vacío abisal, la desolación de su caída final a esas simas de la vida que lindan con el infierno.
   Y algunos días, ya con el cielo oxidado del atardecer, se sentaba en un banco de la plaza, a beber y a observar la geografía humana; a los transeúntes y turistas con sus trajines gregarios; a un ciego albino, con su imagen de mármol siempre adosada a la catedral, que ofrecía sus cupones prendidos en la solapa; a un gitano muy cetrino y trajeado, empeñado en vender baratijas a los turistas como si fueran joyas de muchos quilates; al Sabas y al Maxi, persistentes en sus adicciones y su perdición, ya despojados de dientes y de vida; y a la Perla, que mostraba su escote ajado con descaro y lujuria a quienes pretendía seducir, para que la acompañaran a la casa descostrada y húmeda que siempre mantuvo en las estrechuras de la calle Alfileritos. 
   Y a su lado estaba El Palmo, un cantaor enano, fracasado, de mirada grande y húmeda, que palmeaba mientras interpretaba su repertorio de artista callejero, y Aurelio lo escuchaba con los ojos aguados de pena cuando cantaba aquellos versos de Serrat untados con toda la tristeza que exhalan los sueños rotos y las nostalgias viejas: «Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar».
   Francisco de Paz Tante
  (Del relato “Geografía humana”, ganador del certamen literario de Moriles, 2018)
   (Imagen: pintura de Virginia Patrone)