viernes, 19 de mayo de 2017

HOJAS MUERTAS



Ayer, mientras veía cómo ardía la leña en la lumbre, me acordé de Melecio y Decelia. Fueron los primeros que retraté en el apeadero, antes de que iniciaran su viaje definitivo a la ciudad. «Es por los hijos. Para que no tengan que andar arrastrados por el campo y siempre pendientes del cielo», me explicó Melecio, cuando cogimos el camino del apeadero, aún blanco de escarcha a esas horas de la mañana, con Decelia y los gemelos, que apenas sabían andar, y empujando una carreta llena de maletas. «Cuando nos instalemos, te escribiremos, para que sepas de nosotros», me dijo Melecio cuando los retraté, y yo me quedé pensando que cómo me iban a escribir, si ninguno de los dos sabía.

sábado, 13 de mayo de 2017

HUMO Y PIEL



Para Sumaiya, que ejerce en el prostíbulo más grande de Bangladesh, la vida ya solo es humo y piel. Pero, cuando cierra los ojos, se torna en cielo y sueños. Cielo alto, crecido, limpio. Y sueños de película, de la única que ha visto en los últimos años, una tarde en el cine de la ciudad, con Robert Redford, maduro, seductor, bajo el cielo de África. Luego, cuando abre los ojos, solo ve de nuevo la realidad del humo y de la piel, en el prostíbulo siempre turbio por el humo del tabaco, y con los olores que exhalan todas las demás pieles y todas las miserias que allí anidan y proliferan. Y tendrá que ejercer de nuevo, al menos otras diez veces, como cada día. Es lo obligado. Para evitar los castigos, y el hambre. Solo tiene dieciséis años, pero ya sabe que ese es su yugo y su destino: el humo y la piel. Su piel vendida para el disfrute de otras pieles, tersas o arrugadas. Con alientos ácidos, a veces, y salivas repulsivas. Manos ásperas, ganzúas en su intimidad aún de adolescente, desgarros que siguen doliendo. 
   Su piel no es suya, ni sus piernas, ni sus brazos, ni su sexo. Toda ella está en venta cada día, de continuo. Para cualquier hombre, joven o viejo, rico o pobre. Es barata. Pertenece al prostíbulo. Nació en él, sin que su madre supiera quién la engendró. Aquella madre también prostituta pobre, apenas conocida, enseguida arrasada por las infecciones, la miseria y la desgana por la vida. 
   Pero, cuando cierra los ojos, Sumaiya piensa en Robert Redford, maduro, curtido por la sabana, bajo un cielo crecido, en una película americana titulada Memorias de África, que vieron sus compañeras y ella, muy vigiladas, una tarde de domingo. Por eso, en los descansos, fuma y sueña con aquel actor, y fantasea que algún día quizás entre al prostíbulo algún hombre parecido, y se enamorará y se irá con él, para sentir cada día la brisa tibia de su aliento en una sonrisa abierta para ella, y un abrazo con ternura, y unas palabras de cariño, y un beso de buenas noches. 
   Luego, cuando abre la mirada a su realidad, siente otra vez el humo en los ojos, y unas manos, otras manos, en su piel de solo dieciséis años, ya tan hollada, penetrada por mil pieles extrañas, ajenas, brutales, en infinitos apareamientos ciegos, con la misma frialdad y desolación que ella ya siente en las entrañas, en su juventud aún recién estrenada, ya tan ajada. 
   Y en un descanso volverá a cerrar los ojos, para ver mejor a Robert Redford, al atardecer, seductor, bajo un cielo alto, limpio, muy azul; mientras oye la música, melancólica, emocionante, de la banda sonora de Memorias de África, y sueña con lo que nunca tendrá: la brisa tibia del aliento en una sonrisa amable abierta para ella, un abrazo con ternura, unas palabras de cariño, un beso de buenas noches. 

Francisco de Paz Tante

Fotografía de Sandra Hoyn

sábado, 6 de mayo de 2017

AURORA TRENZABA ESPARTO


Aurora trenzaba el esparto que sujetaba en su regazo, de uno en uno, como trenzaba los días y las soledades en la soga de su vida. Pensaba en Jacinto, mientras hacía la pleita, y sentía, de nuevo, la intuición de que su recuerdo, al final, sólo sería una contumaz nostalgia durante el resto de su vida. 
Ya habían llegado las cartas a las familias de Damián, Melquiades y Anselmo, en las que se les decía que, con valor, sus hijos habían dado la vida por la patria; aunque los padres, cuando el alguacil les leyó aquellas misivas oficiales, lo único que escucharon fue que ya sólo les quedaba el luto, negro, largo y denso, por los hijos muertos, de los que ni siquiera tendrían una sepultura en el camposanto donde murmurarles algún rezo, porque se quedaron allí, en un pudridero africano. 
 “Esa guerra es una carnicería. Los que tengan posibles, que procuren librar a los hijos. Porque los llevan como reses al matadero”, había escuchado Aurora explicar un día a Aurelio, que leía periódicos y presumía de estar al tanto de lo que acontecía en el mundo. Pero la familia de Jacinto no tenía posibles. Eran esparteros, como ella, y las sogas, esteras y espuertas no daban para pagar el dinero que costaba la libranza de aquel matadero del que hablaba Aurelio, al que se habían llevado a Jacinto, junto a Damián, Melquiades y Anselmo, porque salieron mal en el sorteo de quintos, y les tocó hacer la mili en África, en Marruecos. 
Y ella entonces intuía la contumaz nostalgia que le auguraban las noticias de aquella guerra a la que se habían llevado a su novio. Y se acordaba de la última vez que Jacinto le midió la sonrisa con sus labios, y le cerró los párpados a besos, y sintió sus manos indagando en la piel estremecida y en su intimidad preservada para él; mientras trenzaba esparto, como trenzaba los días en la soga de su vida. Aún tan joven, y ya tan vieja en sufrimientos y soledades intuidas.
Francisco de Paz Tante
(Fotografía: Dr. Cerdá y Rico)