A pesar de esa tristeza que ya siempre viertes por los
ojos, al llegar a la estación se te ha escapado una sonrisa, porque ya sabías
que salíamos de viaje, en este autobús tan lujoso, tan distinto de aquel otro
en que nos vinimos a Madrid los tres. ¡Qué jóvenes éramos entonces! ¡Y Miguel
qué pequeñito! ¿Te acuerdas, Laura?
Cuando dejamos el pueblo, tú me decías que en Madrid
sólo íbamos a estar unos años; hasta que Miguel saliera adelante, pues en
realidad lo hacíamos por él, por su futuro. Y después, cuando tuviera su
familia, y su trabajo, nosotros cogeríamos de nuevo un autobús de regreso a
casa. Pero han pasado más de cuarenta años desde entonces y hasta ahora no lo
hemos hecho, a pesar de que hace más de veinte que Miguel dejó de tener futuro.
De eso sí te acuerdas, ¿verdad, Laura?
Aunque Celedonio nos había dicho que era una buena
portería, en la calle Serrano, y con una casa muy amplia para nosotros, nos
daba miedo tomar la decisión. Fuiste tú, ya de madrugada, quien dijiste que sí,
que te ibas a encargar de llamar por teléfono ese mismo día, para confirmar que
nos trasladábamos; que era una buena oportunidad para que yo dejara de estar
todo el día a la intemperie como los bichos del campo, y también para que
Miguel tuviera una vida mejor que la nuestra,
Ya sé que ahora no te acuerdas de nada, que la
enfermedad del olvido te ha devorado los recuerdos, y sólo estás a lo tuyo, a
la ventanilla, al paisaje que vas viendo.
***
Cuando llegamos a Madrid, al principio, el trabajo en
la portería me parecía poca cosa, después de llevar tantos años afanado en el
campo como las mulas. Aunque enseguida me fui acostumbrando a repartir los
periódicos y la correspondencia, a limpiar los cristales, a sacar la basura por
las noches, a mostrarme servicial y dócil con los señores, que eran de mucho
rango. ¿Te acuerdas, Laura? Abogados, notarios, médicos, arquitectos, y hasta
un director general, que a veces salía en la televisión y a nosotros nos
gustaba presumir de ello cuando íbamos al pueblo en las vacaciones. «Pues don
Manuel Carnicero, que a veces sale al lado del Ministro de Trabajo, e incluso
en algunas ocasiones se le ve junto al mismísimo Franco, vive allí, donde nosotros,
en el tercero derecha», contaba yo en la taberna de Cano, tan orgulloso, cuando
íbamos a pasar unos días de vacaciones, que siempre eran pocos, y enseguida
volvíamos a la parada del autobús, para regresar a Madrid.
Luego, cuando Miguel se fue haciendo mayor, nos decía
que a él no le gustaba ir al pueblo, y nosotros no queríamos dejarlo solo,
sobre todo al final, cuando peor estaba: “Miguel aquí se nos muere. Mañana
mismo cogemos el autobús y nos volvemos a casa. Que se nos muere el hijo,
Santiago”, me dijiste un día, no con pena, sino con la rabia de la
desesperación; cuando él ya volvía todos los días igual que un muerto viviente,
tan demacrado, y cada vez más delgado; que al final sólo le quedaron pellejo y
huesos.
Algunas noches incluso no regresaba, y entonces, al
amanecer, nos echábamos los dos a la calle, a buscarlo, y a veces acabábamos
encontrándolo en aquellas casetas abandonadas de la estación de Chamartín, o en
algún almacén vacío cerca de las vías, en el suelo frío, como un perro.
Cuando intentamos ingresarlo en aquel centro del que
nos hablaron, ya era tarde. Fue entonces cuando tú más insistías en que
volviéramos al pueblo. «Mañana mismo nos vamos a la estación de autobuses; que
aquí Miguel se nos muere, Santiago», me repetías una y otra vez. ¿Te acuerdas,
Laura?
Pero él no quería. Los pocos ratos que estaba en condiciones
de escuchar y de hablar nos decía que nos fuéramos nosotros, que él se quedaría
a vivir con unos amigos. Y a ti entonces se te paraba el aliento sólo de
pensarlo. Por eso aquel último año ni siquiera visitamos a la familia en las
Navidades. Por no dejarlo solo. Y ya ves de lo que nos sirvió, porque fue para
Semana Santa cuando se presentaron los municipales de madrugada a contarnos que
se lo habían encontrado en un portal, con una jeringuilla clavada en el brazo.
Que estaba muy mal, nos dijeron; aunque, por los ojos que pusieron aquellos
hombres según nos hablaban, enseguida supe que ya se había muerto.
De eso sí te acuerdas, ¿verdad, Laura? O a lo mejor
hasta esos recuerdos ya también los tienes olvidados. Ya sé que el alzhéimer se
come los recuerdos; pero a lo mejor tú has preferido olvidar, y dejar que se te
seque la memoria, para que no duela tanto.
Por eso ahora sólo estás pendiente de la ventanilla,
de los paisajes que vamos atravesando, de la llanura que se recorta en el
horizonte, de los pueblos que se ven en la lejanía, en este autobús tan lujoso,
tan distinto de aquel otro en que nos vinimos a Madrid los tres.
¡Qué jóvenes éramos entonces! ¡Y Miguel qué pequeñito!
¿Te acuerdas, Laura?
Francisco de Paz Tante
(Del relato “El viaje de Laura”, ganador del certamen
“Juan Ortiz del Barco”, de San Fernando, Cádiz, 2016)
Excelente y emotivo relato, gracias😍
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario.
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