viernes, 12 de abril de 2019

LA ONDINA DEL RÍO MUNDO


He viajado a Riópar, desde Alemania, para ver los restos que aún se conservan de la mina y de la fábrica donde trabajó mi bisabuelo Hubert. También he podido observar el río en el que habita la ondina de la que él hablaba en la última carta que envió a Hannover, a la familia.  
«La ondina que habita las aguas del río Mundo tiene los ojos verdes, siempre mojados. A veces me la encuentro, en los sueños, o palpitando en las brisas de la ribera, en estas aguas que alimentan los chorros crecidos desde el vientre de la montaña abierta, y luego ya mantienen un incesante eco de murmullos y rumores. Cuando las hojas de los fresnos cubran la ribera con el oro viejo de las hojas muertas, le echaré al agua corazones impregnados de otoño. Para que se los cuelgue en el pecho y se acuerde de mí», escribió Humberto en su última carta.
Después ya solo hubo silencio, y misterio. Por eso he venido a Riópar, para conocer su historia. Está en la memoria de un viejo que me habló de la leyenda de Humberto el metalúrgico y la ondina del río Mundo.

martes, 19 de febrero de 2019

Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar


   El deterioro de su aspecto físico y de su salud fue rápido y devastador. El creciente consumo de vino, para aliviar la desolación y la tristeza, lo abocaron al desvarío y la mendicidad. Y al final sólo quedaron la realidad de su miseria y su alcoholismo, el pozo oscuro de la depresión y las penumbras herrumbrosas de la indigencia. 
   Cuando conoció a Galina ya pertenecía a la geografía humana de la plaza. Y, desde el primer día en que se arrimaron, sintió el pálpito de una atracción que percibió novedosa. Él creía que el amor y el sexo eran lo que había conocido y compartido con su mujer durante tantos años de felicidad doméstica, hasta que el paro y la ruina acabaron devastando aquel amor tranquilo, la relación e incluso su propia vida. Y ahora, con Galina, sentía la novedad de unas emociones, como recién estrenadas, que le brotaban desde los hondones del alma y estallaban en los gozos del deseo. 
   Durante aquel tiempo en que compartieron el vino, la miseria y las caricias rebosantes de ternura, se sintieron felices y plenos, a la intemperie de la calle, o en los someros refugios donde se cobijaban del fragor de la noche y su aliento de escarcha.
   Por eso, cuando ella desapareció, pasaron los días y fueron creciendo la angustia y la desazón de la pérdida, la certeza de que la habían encontrado los proxenetas que la buscaban, Aurelio sintió la inmensidad de un vacío abisal, la desolación de su caída final a esas simas de la vida que lindan con el infierno.
   Y algunos días, ya con el cielo oxidado del atardecer, se sentaba en un banco de la plaza, a beber y a observar la geografía humana; a los transeúntes y turistas con sus trajines gregarios; a un ciego albino, con su imagen de mármol siempre adosada a la catedral, que ofrecía sus cupones prendidos en la solapa; a un gitano muy cetrino y trajeado, empeñado en vender baratijas a los turistas como si fueran joyas de muchos quilates; al Sabas y al Maxi, persistentes en sus adicciones y su perdición, ya despojados de dientes y de vida; y a la Perla, que mostraba su escote ajado con descaro y lujuria a quienes pretendía seducir, para que la acompañaran a la casa descostrada y húmeda que siempre mantuvo en las estrechuras de la calle Alfileritos. 
   Y a su lado estaba El Palmo, un cantaor enano, fracasado, de mirada grande y húmeda, que palmeaba mientras interpretaba su repertorio de artista callejero, y Aurelio lo escuchaba con los ojos aguados de pena cuando cantaba aquellos versos de Serrat untados con toda la tristeza que exhalan los sueños rotos y las nostalgias viejas: «Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar».
   Francisco de Paz Tante
  (Del relato “Geografía humana”, ganador del certamen literario de Moriles, 2018)
   (Imagen: pintura de Virginia Patrone) 

viernes, 18 de enero de 2019

UN BALÓN ROTO



«Me ha llamado el ministro», dijo el general. Y luego, durante unos segundos, se quedó callado, fijo en la pantalla, como afectado por un acceso de bruma y dudas. Hasta que al final explicó, con voz cansada, entreverada con posos de tristeza y hastío: «Vamos a bombardear la casa, hasta reducirla a cenizas y escombros. El ataque ya está preparado».
Después el general enarcó la mirada sobre la imagen proyectada en la pantalla, para observar el paisaje de tejados –algunos reventados por la devastación de la guerra incesante—, terrazas abiertas al cielo, ropa tendida y antenas desarboladas. Aguzó la mirada sobre la terraza elegida, que captaban las cámaras desde celosías camufladas en los edificios más altos o incluso desde el cielo inaccesible de los aviones fantasmas. 
Le angustiaban los daños colaterales y las víctimas infantiles, por eso trataba de identificar en la imagen muestras o evidencias de la existencia de niños en aquel edificio. Rememoró entonces el día en que decidió recorrer las calles, para conocer de cerca su situación y sus peligros. Y recordó que, al volver una esquina, se encontraron con un niño, frente al vehículo militar, con un balón en las manos, arrimado a su pecho. 
Aunque solían ser mayores que aquella criatura, al menos adolescentes, quienes se adosaban y ocultaban las bombas para explosionarlas junto a los vehículos militares, los protocolos de seguridad eran muy estrictos con cualquiera que se arrimara a ellos. Por eso, al ver al niño con aquel balón viejo, sospechoso, quieto, frente a la tanqueta, enseguida saltaron las alarmas. Con la escotilla cerrada del blindado, y apuntándolo con la ametralladora, le dijeron que dejara el balón en el suelo y se alejara. Él entonces se puso nervioso, y empezó a llorar. Y el general, cuando recordaba aquella escena del niño anegado de lágrimas y de pánico, aún no sabía cuál fue la causa de aquel impulso que lo empujó a abrir la escotilla, saltar a la calle, acercarse al muchacho y tratar de calmarlo.
—Es mi balón —dijo el niño, llorando. Me lo regaló mi padre. 
El general, entonces, arrimó un detector de explosivos a aquel balón de cuero, blanco, muy desgastado. Luego lo cogió y lo rajó con su cuchillo. Al comprobar que en el interior solo había aire, se lo devolvió al niño. 
—Me lo has roto —balbuceó el muchacho, aún anegado de lágrimas y espanto. Luego se fue corriendo, con su balón rajado, desinflado. 
Esos eran los recuerdos del general mientras seguía con los ojos clavados en la azotea de una casa que iban a bombardear. 
Las órdenes estaban dadas, y los preparativos en marcha. El avión ya estaba en vuelo, en dirección a su objetivo. Los activistas se habían pertrechado en aquella vivienda, desde donde respondían con disparos a cualquier intento de convencerlos para que dejaran las armas y se entregaran. 
Fue al conseguir que ampliaran un poco más la imagen de aquella azotea que iban a bombardear cuando el general vio un objeto redondo, blanco, en un rincón. Luego se acercó a la pantalla, y entonces distinguió con nitidez que era un balón muy desgastado, desinflado, rajado. 
Después las bombas borraron la imagen con su estallido de fuego. Y el general ya solo vio humo y polvo; y los brillos que le empezaron a brotar en su mirada húmeda, que aún persistían cuando le informó al ministro del éxito de la operación, y del daño colateral producido, uno pequeño, le dijo, bajo los escombros, junto a su balón roto. 
Francisco de Paz Tante