viernes, 10 de noviembre de 2017

EL ABRAZO QUE HABITÁBAMOS

A veces la vida entera se tiñe de otoño, y huele a temblor de hojarasca, a acacia desnudada por una brisa triste, a nostalgias marchitas con texturas de retrato viejo, a soledad amarilla, a ti. Y recuerdo entonces aquel día de noviembre en que nos adentramos en la alameda, y allí, como en los versos de Neruda, mientras en tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo, sobre el oro viejo de las hojas caídas nos amamos con la cadencia del atardecer, mientras la noche crecía, el horizonte se borraba y los límites del mundo se quedaban reducidos a los territorios que exploraban los labios, con la única luz que encendía el placer en las miradas abiertas, recorridos por las brisas excitadas del aliento, de los besos estremecidos que entonces aprendíamos a darnos.
Luego, el devenir de la vida, el desgaste de los años, nos irían entibiando las llamas de aquel entusiasmo inicial, aunque siempre mantuvimos encendidas las brasas que tantas veces reavivábamos con soplos de renacida pasión, más sosegados que los de nuestra juventud enfebrecida, pero también más certeros y sabios en los gozos del amor. 
Bajo aquella primera lluvia otoñal, que ahora rememoro, no podíamos imaginar que después de tantos años, aunque remitiera la fiebre de la piel, seguiría creciendo la fuerza de otra emoción más compleja y completa, más humana y plena, que, además de sexo, se nutre de ternura, confianza, comprensión, necesidad de presencia en la vida, que ya no se concibe en soledad, con el hueco infinito de una ausencia que nos dejaría sin referencias ni motivos para seguir adelante, hacia esas lindes del horizonte que siempre atisbábamos juntos, desde aquel día de noviembre en que llovían las hojas sobre los besos que entonces aprendíamos a darnos, mientras la noche crecía, se borraba el horizonte y el mundo quedaba reducido al estrecho territorio del abrazo que habitábamos sobre el lecho amarillo del otoño.   
Y ahora que ya no estás, que tu recuerdo sólo es brisa triste, otoñal, memoria amarilla y nostalgia, evoco aquellos versos de Neruda prendidos en tu mirada, donde peleaban las llamas de crepúsculo, y las hojas caían en el agua de tu alma.
Francisco de Paz Tante
Imagen: El abrazo: Gustav Klimt




miércoles, 1 de noviembre de 2017

TE TRAIGO FLORES, Y PALABRAS

Hoy, como cada uno de noviembre, te traigo flores, y susurros con los que recuerdo tu existencia, murmullos que los demás creerán que son plegarias o rezos, y no estas palabras acalladas con las que pretendo evocar tu vida, y romper el silencio que brota de la tierra, del mármol frío que te cubre. 
Ayer fui al río, a recorrer otra vez los senderos de antes, por los que anduvimos juntos, ahora ya sólo intuidos bajo las hojas muertas de la lluvia amarilla otoñal.
Las hojas seguían cayendo mientras paseaba por la ribera. Sentí entonces esa melancolía contumaz, ya tan conocida, tan reiterada, con su gasa blanda impregnada de ti. Y volvieron los recuerdos de la textura de tus manos, de tus caricias, de tu abrazo; de tantas noches sintiendo tu aliento, respirándote. 
A pesar del paso del tiempo, y del inalterado frío de tu ausencia, aún mantengo viva la turgencia emocional que nos brotó durante aquellos años de los gozos del sexo y la pasión crecida del amor. Por eso me acordé de ti, de nosotros, cuando leí aquella novela crepuscular de Gabriel García Márquez en la que el protagonista aconsejaba a uno de los personajes que no se muriera sin haber probado el sexo con amor. 
Es la plenitud de esa experiencia, de esa pasión de la que hablaba el escritor, la que aún guardo en los abismos de la piel y la memoria. He mantenido su regusto y su recuerdo durante toda la vida, y más allá de la vida. Porque ahora, que ya estás bajo el mármol frío de esta lápida, aún me arde, en la anchura y la soledad de mi cama y mi existencia, aquella lumbre que encendimos juntos. Como me ardía durante tu enfermedad, cuando procuraba que mis caricias, rebosantes de ternura, te entibiaran el frío mortal que te crecía por dentro. Porque entonces, cuando la sombra de la enfermedad proliferaba, yo pretendía, con pasión e ingenuidad, dar calor y luz a la noche que ya te acechaba. Aunque no pude evitar que te fueras apagando como el final de un crepúsculo. 

Quizás ahora, en realidad, sólo seas tierra, polvo, nada; pero yo te mantengo viva. Por eso, como cada uno de noviembre, te traigo flores, y palabras, que los demás creerán que son plegarias o rezos, y no susurros, soplos de voz y aliento, para liberarte de la fría mudez de la tierra y del mármol, de la muerte, del olvido. 
Francisco de Paz Tante