
Yo acababa de cumplir los dieciséis años, pero
siempre he tenido la sensación de que fue en aquella playa del Atlántico donde
se conformó para mí el molde del deseo, la horma de la pasión. Después he
conocido a otros hombres cuyo recuerdo al final se ha diluido con el paso del
tiempo y las cenizas del desamor, pero siempre he conservado la memoria
inalterada de aquellos labios y de aquella piel salobre palpitando junto a la
mía.
La tarde en que nos vimos por última vez, le di
una copia de la fotografía que nos hicieron en el paseo marítimo. En ella,
posábamos con un cielo púrpura como telón de fondo. Yo estaba muy seria,
mirando hacia el océano. Y él observaba el horizonte, donde se juntaban el
cielo y el agua, con sus ojos encendidos con todas las luces del atardecer.
***
Tardé treinta años en
volver a Larache. Y lo hice con la emoción de quien vuelve a su tierra después
de un prolongado exilio, con la ilusión, y el miedo, de un posible reencuentro
con quien persistía en mi memoria y en mis sueños desde los lejanos albores de
la juventud junto al Atlántico. Regresé para participar en una actividad
intercultural con alumnos de bachillerato españoles y marroquíes. Allí teníamos
que hablar de las geografías de la imaginación, de las ciudades soñadas, de los
lugares que brotan de las fantasías. Y, al final, una chica de Larache levantó
la mano y nos dijo que ella nos quería contar cómo era su ciudad imaginada,
aunque real, nos advirtió, cada vez más poblada. «Está en el fondo del mar, en El
Estrecho de Gibraltar. Es una ciudad, roja y verde, de corales y algas. Mi
padre vive en ella, con muchos más».
Luego nos contó que su padre, cuando enviudó,
la dejó con su abuela y él decidió atravesar El Estrecho, junto a otros, para
trabajar en una ciudad española donde, según le confesó, emocionado, vivía una
amiga de la adolescencia, con quien soñaba un posible reencuentro. Por eso
llevaba su fotografía, que hallaron flotando sobre las aguas con otros papeles
envueltos en una bolsa de plástico, junto a los documentos y los retratos de
los otros desaparecidos también guardados en bolsas para que no se mojaran, y
que el fragor del naufragio y el ahogamiento los sacó de los bolsillos, o quizás
ellos mismos acabarían soltándolos de sus manos, aferradas hasta el final a las
más preciadas de sus pertenencias, porque sabían que allí estaba todo lo que
serían en el país al que querían llegar: su identidad y su memoria.
Después de sus palabras, durante unos segundos
sólo hubo silencio, y luego sonaron los aplausos. Yo me dirigí a ella, y le
pregunté por aquella fotografía de la que nos había hablado. Sacó entonces de
su carpeta un retrato amarillo. A pesar del plástico que lo envolvía, tenía las
huellas, ya indelebles, de haberse mojado cuando cayó al mar. En ella se veía
una pareja de adolescentes, con el cielo púrpura como telón de fondo. Ella, muy
seria, mirando hacia el océano. Y él observando el horizonte de cielo y agua, con
sus ojos encendidos por todas las luces del atardecer.
Francisco de Paz Tante
(Relato extraído de las historias que se cuentan
en mi novela “Los versos de Arabí”)
¡Cabronazo! (No es un insulto. Es el peor halago que me permite mi envidiosa vocación de contador de historias).
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