He viajado a Riópar, desde Alemania, para ver los restos que aún se
conservan de la mina y de la fábrica donde trabajó mi bisabuelo Hubert. También
he podido observar el río en el que habita la ondina de la que él hablaba en la
última carta que envió a Hannover, a la familia.
«La ondina que habita las aguas del río Mundo tiene los ojos verdes,
siempre mojados. A veces me la encuentro, en los sueños, o palpitando en las
brisas de la ribera, en estas aguas que alimentan los chorros crecidos desde el
vientre de la montaña abierta, y luego ya mantienen un incesante eco de
murmullos y rumores. Cuando las hojas de los fresnos cubran la ribera con el
oro viejo de las hojas muertas, le echaré al agua corazones impregnados de otoño.
Para que se los cuelgue en el pecho y se acuerde de mí», escribió Humberto en su
última carta.
Después ya solo hubo silencio, y misterio. Por eso he venido a Riópar,
para conocer su historia. Está en la memoria de un viejo que me habló de la
leyenda de Humberto el metalúrgico y la ondina del río Mundo.
Según me contó, Hubert, a quien enseguida cambiaron su nombre original
por otro de resonancias más castellanas, llegó para trabajar en la fábrica de
latón en los albores del siglo XIX. Tenía fama de ser uno de los mejores
conocedores de la metalurgia de esta aleación, y un extraordinario orfebre. Por
eso fueron hasta la ciudad alemana de Hannover para contratarlo.
También contaban que Humberto era un hombre introvertido, soñador, a
quien le costaba hablar en castellano y relacionarse con la gente. De modo que,
al enamorarse de una mujer que conoció en una romería durante las fiestas
patronales del pueblo, su vida se redujo al trabajo y a la relación con aquella
novia, por la que sentía esa pasión arrebatada que sólo surge y persiste en los
amores recién estrenados o siempre crecientes.
A aquel alemán romántico y apasionado le gustaba regalarle a su amada
corazones de latón, de los que él hacía en la fábrica donde trabajaba.
Durante varios meses disfrutaron de una felicidad que en sus sueños la
intuían eterna. Pero la desgracia provocó que el futuro les caducara enseguida.
La tragedia se produjo durante un otoño, después de varios días de lluvias
incesantes. Aquel domingo, como era su costumbre, bajaron a la ribera del río
Mundo, a pasear entre los árboles. Las brisas de aquel día provocaban una mansa
lluvia otoñal de hojas muertas. Fue al pasar por un puente de palos, debilitado
por la crecida del cauce, cuando ella, que se había aventurado sola a realizar
la travesía, cayó al agua. La estructura del puente se hundió, y él sólo pudo
sentir, desde la orilla, la súplica de su mirada espantada y mojada. Eran esos
mismos ojos verdes, repletos de agua y de miedo, los que Humberto ya no dejaría
de ver el resto de su vida. Ella no sabía nadar, y, aunque él enseguida se
lanzó a las aguas crecidas, no pudo alcanzarla. El río se mantuvo crecido y
rápido durante varios días, y nunca la encontraron. Humberto entonces se dejó
caer en un pozo oscuro y denso de tristeza y depresión.
Al otoño siguiente, alguien contó que lo vio junto al río. Recortaba
con sus manos las hojas amarillas de los fresnos, antes de echarlas al agua.
Aquellas hojas tenían la misma forma y color que los corazones que él hacía en
el taller de latón. Quien lo vio aquella mañana, se acercó para preguntarle, y
él sólo dijo: «Son para la ondina».
Algunos días después lo vieron de nuevo paseando por la ribera. Las
aguas aquel día también corrían crecidas. Luego nada más se supo de Humberto el
metalúrgico. Algunos dijeron que tal vez se hubiera marchado lejos, para
intentar aliviar la tristeza que allí de continuo le afloraba por su mirada
siempre húmeda y desolada; aunque otros, los más fantasiosos, estaban
convencidos de que se había sumergido junto a la ondina a quien unos días antes
le había echado al agua sus corazones teñidos de otoño.
Francisco de Paz Tante
(Del relato “La ondina del río Mundo”, ganadora del certamen literario
de Riópar, 2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Puedes dejar tu comentario.