Fue al nacer el más chico, cuando madre avisó al retratista del pueblo para hacernos la foto que pedían en el carné de familia numerosa. Padre y madre sentados en las sillas de espadaña, con el recién nacido y la niña chica, que mira con una expresión de un cierto asombro o extrañamiento. Madre sonriente, ella siempre ha mostrado ante la vida un gesto, una expresión, amable, y en los retratos también. Y padre serio, recién llegado del trabajo, lavada la cara con prisa a manotazos, antes de ponerse la camisa blanca y limpia, mostrando sus brazos fuertes y sus manos grandes de pocero. La hermana grande, de pie, también sonríe. Ella siempre ha tenido la sonrisa esbozada, o abierta, y la mirada limpia, que ahora, en este retrato de familia, parece encoger un poco, como tratando de ver, o de intuir, alguno de los turbiones que traería después la vida. Y el mayor, también de pie, serio. Como siempre ha sido él. Él estudiaba entonces el bachillerato. Porque, aunque padre quería que trabajara con él en los pozos, el maestro lo había llevado a la capital de provincia a examinarse de la beca. Porque entonces las becas se aprobaban con exámenes, y se quitaban si suspendías alguna asignatura. Y, como aprobó la beca, padre lo dejó estudiar el bachillerato. Luego, aquella gratuidad mantenida con esfuerzo le permitió incluso ir a la Universidad y hacer una carrera en Madrid. Y ahora, este, el mayor, al ver el retrato de familia, cuando al futuro de entonces ya lo han devorado los años, piensa en cuánta vida había aún allí pendiente, y cuántos sueños sin estrenar, sólo soñados, en la infinitud de aquellas extensas geografías, todavía sin horizontes, de la adolescencia.
Después quiso irse, de aquella casa de paredes enjalbegadas, donde siempre había un olor a campo, entreverado con el del sudor y de los afanes a la intemperie; a los imprecisos aromas cotidianos de la humildad y la dignidad que untaban la existencia; a la lumbre con leña de olivo, a cocido diario y a gazpacho siempre en verano, al pimentón y otras especias de los embutidos recién hechos que colgaban de una caña, a la zafra que exhalaba aromas puros a aceite virgen, a la hierba y verdolagas que comían los conejos enjaulados del corral, a las almendras extendidas en su lienzo de oro viejo por el suelo durante las brasas de agosto, a la Gimson y luego a la Derbi de padre, a las sombras del verano en ese mismo corral escuchando Los Miserables en una radionovela mientras fantaseaba que quería ser escritor, para contar la vida, la imaginaba, y la vivida, sobre todo la vivida.
Hubo un tiempo en que puso empeño para alejarse de la casa enjalbegada, del pueblo, de aquella vida, e incluso del retrato. Y ahora, al verlo, otra vez, piensa en el óxido que lo impregna y en la herrumbre de los años, que ya han borrado a padre de la existencia, y ahora sólo es tierra y memoria. Madre, varada en su vejez y en sus recuerdos, mirando fotos de continuo, aún sigue amable, sonriendo a la vida y a quienes nos acercamos a ella, a los destellos que todavía desprende su mirada penetrante y sensible. Los niños chicos se hicieron grandes hace muchos años, y han tenido sus vidas, su plenitud y sus propios niños chicos. La hermana grande sigue sonriendo a la vida, con la misma mirada clara, a pesar de los turbiones que, como ella parecía intuir en la foto, al final se hicieron realidad. Y el mayor, ya en la edad tardía, sigue serio, a veces anegado de nostalgias tan viejas como su propia vida, y, en su empeño por escribir, por contar la vida, aquella vida, se da cuenta de que, en realidad, nunca se fue de ese retrato para el carné de familia numerosa, sus raíces siempre han estado ahí, y en el sepia de los años están también las emociones que a veces le brotan de los hondones de la memoria y del alma, y su más profundo sentido de pertenencia.
Francisco de Paz Tante