Ella escucha el rumor del agua, el sonido de la ropa
mojada, golpeada, sobre la restregadera, y el roce del jabón duro en la madera
rugosa; y luego el chapoteo, el aclarado sobre el cauce rápido en ese tramo;
con las manos agrietadas, endurecidas, devastadas por el escoplo de la
intemperie, de las escarchas invernales en los olivares, y bajo las brasas del
verano, espigando. Las manos mojadas, acorchadas, en el arroyo durante todo el
año, con las que golpea la ropa, y el agua.
Y, cuando oye los roces del cauce, se acuerda de él,
de su risa y de sus carreras por la orilla, detrás del barco de juncos que ella
misma le hacía, para que se entretuviera, mientras lavaba.
Ahora, entre la ropa, ya no están sus pantalones, ni
su camisita blanca. Sólo tenía una, que le planchaba los domingos, muy
temprano, para que fuera con ella a misa. Porque, aunque ellos nunca iban,
sabía que el maestro pasaba lista, y no quería que él fuera señalado. Por eso
lo mandaba a la iglesia los domingos, bien arreglado, y limpio como los chorros
del oro, decía.
Se lo llevaron las fiebres, las de entonces, las de
aquella posguerra. Dijeron que brotaron de una zona pantanosa de más arriba,
donde el arroyo se estanca y el agua a veces se pudre. Pero ella sabía que en
aquella infección estaban también la miseria y los piojos, el hambre y el
miedo, anidando en las fiebres que mataron al hijo.
Y ella ahora se acuerda de su camisita blanca de los
domingos, mientras golpea el agua, con la ropa y los ojos de luto; ese luto que
la viste y la invade, ya para siempre, mientras lava, a manotazos contra el
arroyo, con rabia.
Francisco de Paz Tante
Foto: Dr. Cerdá y Rico.