viernes, 19 de mayo de 2017

HOJAS MUERTAS



Ayer, mientras veía cómo ardía la leña en la lumbre, me acordé de Melecio y Decelia. Fueron los primeros que retraté en el apeadero, antes de que iniciaran su viaje definitivo a la ciudad. «Es por los hijos. Para que no tengan que andar arrastrados por el campo y siempre pendientes del cielo», me explicó Melecio, cuando cogimos el camino del apeadero, aún blanco de escarcha a esas horas de la mañana, con Decelia y los gemelos, que apenas sabían andar, y empujando una carreta llena de maletas. «Cuando nos instalemos, te escribiremos, para que sepas de nosotros», me dijo Melecio cuando los retraté, y yo me quedé pensando que cómo me iban a escribir, si ninguno de los dos sabía.

 Después, cuando empezasteis a llamaros unos a otros, hubo una temporada en que casi todos los días madrugaba para retratar a los que decidíais marcharos: a Benicio y a Fausta, a Higinio y a Perpetua, a Cirino y a Eutiquia, a Heliodoro y Obdulia, a Crisantos y a Tolda, a Epifanio y a Vitra. A todos los tengo en mi memoria vieja, y sus palabras, sus razones para el éxodo: para que los hijos no anduvieran como ellos, resecos y cuarteados con las brasas del verano y las escarchas del invierno. 

Y, al final, me dejasteis solo, anegando de recuerdos y añoranzas. De vosotros, y de nuestra vida de antes, cuando aún el pueblo rebosaba vida y por sus calles trajinaban los hombres y las bestias, durante aquellos años en que todavía los huertos relucían repletos de hortalizas y verduras, las eras se doraban en julio y en enero sonaban las varas en los olivos. Hasta que decidisteis marcharos a trabajar a las fábricas, a ciudades sin alma y a barrios anónimos. 

Y a mí ya sólo me quedaron la memoria y los retratos que os hice en el apeadero, antes de marcharos, con las miradas afectadas por el empuje de las lágrimas, por la tristeza de la deserción y la incertidumbre, o el miedo, ante ese porvenir que os fuisteis a buscar

Cuando murió tu madre, me dijiste que me fuera a vivir con vosotros a Madrid, que ya os las arreglaríais. Pero yo, secamente, te respondí que no, y a ti se te veló la mirada, porque entonces supiste que yo había oído a tu mujer la noche anterior, cuando te dijo que no insistieras, que no te empeñaras en llevarme con vosotros, que tú ya sabías que el piso era pequeño y no os sobraba sitio; y después sólo escuché el silencio, tu silencio. 

 Por eso decidí preservar el orgullo, y aguantar la soledad, y la desolación de la vejez, evitando mi deserción, para que la lumbre siguiera ardiendo, y la chimenea mostrando que en mi casa aún había calor y vida, y así las ortigas y las culebras supieran que todavía no había llegado el tiempo de avanzar y anegarlo todo con los bichos y la maleza del abandono. 

Pero ahora ya siento este crepúsculo final que me invade y prolifera como una niebla de alquitrán. Por eso, con las últimas luces, te escribo esta carta, para decirte que siempre te he tenido en la memoria, en mi memoria vieja y devastada. Y para preservarla, y que continúe más allá de mi vida ya agostada, voy a dejar las fotografías, la tuya y las de todos los que os fuisteis, en el nido de las cigüeñas, y así, cuando lleguen sus ocupantes, las sacarán y volarán desde el campanario y se esparcirán por el pueblo empujadas por los aires de febrero. Y cuando te den aviso para que vengas a enterrarme, con la luz esmerilada de una nueva primavera ya intuida, quizás puedas ver cómo vuestros retratos brillan, dispersos, como hojas muertas, por la plaza, las calles y las casas donde vivisteis en otro tiempo, ya amarillo. 
Francisco de Paz Tante

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