
Su piel no es suya, ni sus piernas, ni sus brazos, ni su sexo. Toda ella está en venta cada día, de continuo. Para cualquier hombre, joven o viejo, rico o pobre. Es barata. Pertenece al prostíbulo. Nació en él, sin que su madre supiera quién la engendró. Aquella madre también prostituta pobre, apenas conocida, enseguida arrasada por las infecciones, la miseria y la desgana por la vida.
Pero, cuando cierra los ojos, Sumaiya piensa en Robert Redford, maduro, curtido por la sabana, bajo un cielo crecido, en una película americana titulada Memorias de África, que vieron sus compañeras y ella, muy vigiladas, una tarde de domingo. Por eso, en los descansos, fuma y sueña con aquel actor, y fantasea que algún día quizás entre al prostíbulo algún hombre parecido, y se enamorará y se irá con él, para sentir cada día la brisa tibia de su aliento en una sonrisa abierta para ella, y un abrazo con ternura, y unas palabras de cariño, y un beso de buenas noches.
Luego, cuando abre la mirada a su realidad, siente otra vez el humo en los ojos, y unas manos, otras manos, en su piel de solo dieciséis años, ya tan hollada, penetrada por mil pieles extrañas, ajenas, brutales, en infinitos apareamientos ciegos, con la misma frialdad y desolación que ella ya siente en las entrañas, en su juventud aún recién estrenada, ya tan ajada.
Y en un descanso volverá a cerrar los ojos, para ver mejor a Robert Redford, al atardecer, seductor, bajo un cielo alto, limpio, muy azul; mientras oye la música, melancólica, emocionante, de la banda sonora de Memorias de África, y sueña con lo que nunca tendrá: la brisa tibia del aliento en una sonrisa amable abierta para ella, un abrazo con ternura, unas palabras de cariño, un beso de buenas noches.
Francisco de Paz Tante
Fotografía de Sandra Hoyn
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