Señora marquesa:
Quiero empezar el cuento de mi vida diciéndole que a mí me echaron al
mundo con la guerra recién encendida, cuando ya andaban por estos pueblos
matándose unos a otros como alimañas. Y, entre los que murieron en aquellos
días de tanta sangre, estaba mi padre. Por eso mi madre se tuvo que echar a la
calle durante los años que vinieron después, cuando el hambre acechaba, y en
las casas de los pobres no había más conversación ni pensamiento que el de la
comida o el de su ausencia. Ella se dedicó entonces a pedir a las vecinas, o en
otras casas donde había sobras y ganas de compartirlas. Buscaba también peladuras
de naranjas o de patatas. Y, por las noches, andaba junto a las huertas y los
corrales, a ver si conseguía un puñado de algarrobas o un repollo. De ahí su
apodo: la Antona. Porque decían que andaba por el pueblo como ese cerdo suelto
que iba de casa en casa para que lo alimentaran entre todos, según la
tradición, en honor de San Antón.
Yo también, desde muy pequeño, conocí la dureza de
la vida y sus trabajos. La varea de los olivos en los inviernos helados, y el
infierno de los veranos atando las espigas que iban cortando los segadores
curvados de sol a sol sobre los trigales, antes de que las mulas las acarrearan
a las eras y allí se trillaran con el pedernal, entre el polvo abrasador que
olía a paja y a sudor de hombres y de bestias.
Luego, ya en la mocedad, entré a trabajar en su
finca de Valdetajo, de cabrero. Después, cuando aquello se acabó, con el oficio
bien aprendido, conseguí hacerme con un rebaño propio, en el pueblo.
***
Siempre he vivido solo,
con la única compañía de mis cabras, que, en realidad, han sido mi única
familia. Nunca he tenido mujer, aunque sí conocí a una, y estuve con ella en
muchas ocasiones, antes de que usted naciera, durante mi estancia en su finca
de Valdetajo. Y cuando aquella relación secreta se acabó, cuando su marido
descubrió la infidelidad, y yo, de forma precipitaba, tuve que abandonar la
finca, ya tenía demasiada edad y muchas muescas en el alma para empezar de
nuevo con otra.
Aunque la tuve muchas
veces en mis brazos, nunca llegué a conocer de verdad a aquella mujer
misteriosa y seductora. Había muchos lugares recónditos y secretos en su alma. Muchos
sufrimientos también y renuncias. Era evidente la devastación que le producía
su resignación a permanecer junto a un hombre al que ni quería ni deseaba. Y, a
veces, también yo notaba en su mirada los relumbres de su imaginación siempre
encendida.
Ella ha sido el amor y la pasión de mi vida. Y
siempre he disfrutado con su recuerdo, rememorándola junto a mí, a veces sobre
la hierba de la ribera en la primavera, o haciendo crujir las hojas secas de la
alameda en los otoños, a la intemperie, en un apareamiento más de los que
conforman la esencia misma de la naturaleza y de la vida.
***
Y ahora que ella ya está muerta, y yo, por estos
dolores que tengo detrás de las costillas, intuyo que muy pronto me van a
llevar al camposanto, no quiero morirme sin que usted sepa que fui yo quien la
engendró. Porque es bueno que una hija sepa quién fue su padre. Ya ve, señora
marquesa: el hijo de la Antona, al final, emparentado con la nobleza.
Y una vez acabada esta carta, ya sólo me queda
esperar a que se oiga la balada de mis cabras, la que emitirán los únicos seres
que, cuando la barrunten, lamentarán mi muerte con sus balidos largos y
estremecidos.
Francisco de Paz Tante
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