Ya nos habíamos acostumbrado a encontrarnos, a sentirnos parte del paisaje, del río, del bosque, siempre callados, siguiéndonos con la vista, estremecidos a veces con los brillos húmedos de las miradas.
Pero aquel día ella chapoteaba en el agua, como una ninfa recién emergida, en una de las playas del río. Tenía el vestido subido, y los relumbres del atardecer brillaban en su piel como una prenda íntima. Nunca olvidaré aquella imagen, ni la tibieza de la brisa que olía a río y a álamos, con el cielo ya oxidado.
Éramos entonces una pareja más de las especies que habitan y se unen bajo la fronda de aquel bosque de ribera, presintiendo ya el gozo de la desnudez abrazada, sin palabras, guiados sólo por el imán de los ojos y el estremecimiento de las caricias que auguraban las manos y los labios enfebrecidos, junto a la umbría verdosa de los juncos, entre los efluvios del deseo y los olores de la clorofila y el cieno.
Después, con una sonrisa rebosante de sensualidad aún palpitante y la ternura que siempre deja el gusto cumplido del amor, se despidió y empezó a alejarse por un sendero de tierra y temblores de hojarasca. Yo me quedé allí, junto a los carrizos y el espejo del agua, con una sensación de satisfacción y miedo, a lo desconocido, a lo que pudiera venir después, a los caprichos del azar y de la vida, a veces adentrada en senderos que, una vez iniciados, ya sólo nos queda seguirlos, con la emoción y el vértigo de la pasión, de la vida arriesgada y plena, sin pensar en el futuro, que tal vez, en aquella historia recién iniciada, ya hubiera caducado, aquella misma tarde, única, irrepetible quizás. Porque yo sólo era el pastor de aquella inmensa finca, y ella la dueña, la inaccesible duquesa, que escribía novelas de amor, y le gustaba pasear sola por el bosque de la ribera, mientras pensaba en sus fantasías literarias, para vivirlas en su imaginación, y sentirlas.
Francisco de Paz Tante
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