viernes, 17 de marzo de 2017

CAZADOR DE HADAS

          
En aquella escuela, que, en la memoria, aún huele a madera de pupitre, a leche fría de recreos y a cáscaras de almendras ardiendo en la estufa durante los inviernos, Marcial sólo aprendió a dibujar su firma y a balbucear las letras.
Cuando el frío se adentraba por las ventanas desvencijadas, el maestro pedía un voluntario para que llenara un cubo de cáscaras y lo echara a la estufa. Y Marcial enseguida levantaba, muy tieso, el dedo.
Un día, cuando ya quedaban pocas en el montón, volvió con el cubo vacío:
—Se han orinado en las cáscaras, y si las echo así, mojadas, ya sabe usted que humean y atufan—, le dijo al maestro, con sus ojos espantados.
       Julián y Cirilo se sujetaban la risa, apretando los dientes, agazapados en los últimos pupitres.

      Aunque Marcial no comprendía sus lecciones, siempre escuchaba al maestro con mucha atención; sobre todo cuando nos hablaba de las hadas que vivían en la olmeda del arroyo: «Son pequeñas, no levantan más de una cuarta, y muy guapas por delante, aunque por detrás no tienen nada, sólo un hueco. Si les gustas, te sonríen y saltan dando volteretas por el aire, si no, desaparecen enseguida, dejando un polvillo que gira como una tolvanera de verano».  
         Un día nos preguntó el maestro qué oficio nos gustaba, a qué queríamos dedicarnos, y Marcial entonces levantó su dedo tieso y dijo:
       —Yo, a cazar hadas; de las que andan por la olmeda —y señaló con un golpe de cuello hacia la ventana desde la que se veía aquel bosque—. Para enseñarlas en las ferias, en los circos y en los escaparates de las librerías, como si se hubieran salido de los cuentos.  
      El maestro, sorprendido, se quedó mirándolo durante un rato. Y luego le dijo:
       —Para eso necesitas un espejo, y, cuando caiga la tarde y las hadas salgan para dar volteretas y brincos entre las hierbas y las flores, tienes que llamarlas, subido a un olmo, escondido entre las ramas. Después, en cuanto te miren y tengas su imagen en el cristal, lo tapas con un paño negro, y así quedan atrapadas.

        Un día, durante las vacaciones del verano, lo vimos con las cabras junto a un camino por el que pasábamos con las bicicletas. Él, muy contento, echó a correr detrás de nosotros durante un rato, olvidándose del rebaño. Luego, cuando lo acompañamos junto a las cabras, ya estaba allí su padre, con una vara en la mano, que le estampó varias veces en las costillas.
        —El ganado no puede quedarse solo. Aunque tengas los sesos secos, yo te voy a enseñar el oficio —fue lo último que escuchamos, junto a los varazos, antes de alejarnos con prisa y rabia.

        Era un día lluvioso de otoño, durante aquel primer curso en que Marcial ya estaba todo el día en el campo, con el rebaño, cuando entró el alguacil en clase:
—Me mandan a decirle que se ha matado Marcial, el cabrero; que vaya, a ver qué opina usted.
Yo también me fui corriendo detrás del maestro. 
      Cuando llegué a la olmeda, enseguida vi a quienes rodeaban a Marcial, tendido en el suelo. Tenía la cabeza junto a una piedra y una rama tronchada, encima de un charco de sangre. Aunque lloviznaba, las gotas de agua no impedían que el maestro viera reflejado su rostro en el espejo mojado que aún agarraba su alumno. Después tapó el cristal con el paño negro que había en el suelo. Yo sabía que lo hizo por si aún estaban allí las hadas que Marcial había intentado atrapar. 

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