En
aquella escuela, que, en la memoria, aún huele a madera de pupitre, a leche fría de recreos y a cáscaras de almendras ardiendo en
la estufa durante los inviernos, Marcial sólo aprendió a dibujar su firma y a
balbucear las letras.
Cuando
el frío se adentraba por las ventanas desvencijadas, el maestro pedía un
voluntario para que llenara un cubo de cáscaras y lo echara a la estufa. Y Marcial
enseguida levantaba, muy tieso, el dedo.
Un
día, cuando ya quedaban pocas en el montón, volvió con el cubo vacío:
—Se
han orinado en las cáscaras, y si las echo así, mojadas, ya sabe usted que
humean y atufan—, le dijo al maestro, con sus ojos espantados.
Julián y Cirilo se sujetaban la
risa, apretando los dientes, agazapados en los últimos pupitres.
Aunque Marcial no comprendía sus lecciones, siempre
escuchaba al maestro con mucha atención; sobre todo cuando nos hablaba de las hadas
que vivían en la olmeda del arroyo: «Son pequeñas, no levantan más de una
cuarta, y muy guapas por delante, aunque por detrás no tienen nada, sólo un
hueco. Si les gustas, te sonríen y saltan dando volteretas por el aire, si no,
desaparecen enseguida, dejando un polvillo que gira como una tolvanera de
verano».
Un día nos preguntó el maestro qué oficio
nos gustaba, a qué queríamos dedicarnos, y Marcial entonces levantó su dedo
tieso y dijo:
—Yo, a cazar hadas; de las que andan
por la olmeda —y señaló con un golpe de cuello hacia la ventana desde la que se
veía aquel bosque—. Para enseñarlas en las ferias, en los circos y en los
escaparates de las librerías, como si se hubieran salido de los cuentos.
El maestro, sorprendido, se quedó
mirándolo durante un rato. Y luego le dijo:
—Para eso necesitas un espejo, y,
cuando caiga la tarde y las hadas salgan para dar volteretas y brincos entre
las hierbas y las flores, tienes que llamarlas, subido a un olmo, escondido entre
las ramas. Después, en cuanto te miren y tengas su imagen en el cristal, lo
tapas con un paño negro, y así quedan atrapadas.
Un día, durante las vacaciones del
verano, lo vimos con las cabras junto a un camino por el que pasábamos con las
bicicletas. Él, muy contento, echó a correr detrás de nosotros durante un rato,
olvidándose del rebaño. Luego, cuando lo acompañamos junto a las cabras, ya
estaba allí su padre, con una vara en la mano, que le estampó varias veces en
las costillas.
—El ganado no puede quedarse solo. Aunque
tengas los sesos secos, yo te voy a enseñar el oficio —fue lo último que
escuchamos, junto a los varazos, antes de alejarnos con prisa y rabia.
Era un día lluvioso de otoño, durante
aquel primer curso en que Marcial ya estaba todo el día en el campo, con el
rebaño, cuando entró el alguacil en clase:
—Me
mandan a decirle que se ha matado Marcial, el cabrero; que vaya, a ver qué
opina usted.
Yo
también me fui corriendo detrás del maestro.
Cuando llegué a la olmeda, enseguida
vi a quienes rodeaban a Marcial, tendido en el suelo. Tenía la cabeza junto a
una piedra y una rama tronchada, encima de un charco de sangre. Aunque
lloviznaba, las gotas de agua no impedían que el maestro viera reflejado su
rostro en el espejo mojado que aún agarraba su alumno. Después tapó el cristal
con el paño negro que había en el suelo. Yo sabía que lo hizo por si aún
estaban allí las hadas que Marcial había intentado atrapar.
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