viernes, 3 de febrero de 2017

UN RICTUS DE TRISTEZA ENCENDIDO DE CARMÍN


A ella le gusta pasear por las plazas y calles de la ciudad vieja, mientras vierte por la mirada la pena fósil y el descreimiento que ya le provoca la vida en estos años de la edad tardía. Son los mismos sitios por donde empezó a mostrarse en los albores de su juventud. Entonces llevaba minifalda y tacones, y un escote de vértigo que arrimaba con descaro y lujuria a quienes quisieran tratar con ella. Todavía ahora, ya con el rostro ajado por la mala vida, los ojos turbios de rímel y un rictus de tristeza encendido de carmín, acepta dinero, o invitaciones a tabaco rubio y a vino blanco, a cambio de las caricias que brotan de sus manos adiestradas en el gozo crecido y derramado del deseo.

Vive en una casa ruinosa, en un edificio resquebrajado del que es la única habitante. Pero se niega a abandonarlo. En él ahora abundan los gatos y rebosa la soledad; aunque, en otros tiempos, allí se ubicaba una de las más importantes casas de lenocinio, que visitaban hombres de todas las calañas y fortunas, a quienes ella recibía con impostado entusiasmo, para mantener la ilusión fugaz de unos minutos de pasión a precio estipulado. Aún, a veces, recibe, ya impávida, a quien quiera emular con ella el trajín de un apareamiento, siempre mudo, siempre triste, mientras fantasea que su piel todavía mantiene algún poder de seducción, vestigios de aquella pátina de belleza y sensualidad que durante tanto tiempo provocó pasiones adúlteras. 

Y en estos años ya crepusculares, con su mirada siempre encendida por los brillos del alcohol, fría y triste, como una escarcha invernal, ella ya pertenece a la geografía humana de la indigencia y la desolación, la que ocultan y corroen las brumas de la noche y del olvido. 
Francisco de Paz Tante
(pintura "Puta vieja", de Óscar Hugo Gómez)