Te los puedes encontrar estos días por los caminos, por las carreteras o por los campos. Vagabundos, desnortados, asustados. Ya no corren, sólo caminan, despacio. Quizás te miren, y entonces podrás ver cómo vierten por sus ojos una desolación infinita. Luego seguirán andando, hacia ningún sitio. Por el día y por la noche, entre la negrura que supura un cielo frío y crecido, aún de invierno.
Si los ves, tal vez alguno se arrime a ti, tembloroso, escuálido, con las pupilas dilatadas de espanto. Y si le dices algo, posiblemente mueva el rabo, guiado por el instinto de mostrar su contento ante cualquier atisbo de afecto. Luego seguirá vagando, solo, para continuar con su deambular por los caminos y los campos, ya sin carreras ni retozos, como cuando la energía y la vida aún rebosaban, y a veces estallaban en relámpagos sostenidos durante largos minutos de velocidad y vértigo. Pero la caza acabó, y quien hasta entonces lo había cuidado lo abandonó, en algún lugar alejado o extraño para él. Y entonces se sentiría perdido, sin referencias, aturdido quizás. Su cerebro no sería capaz de entenderlo, de procesar aquel acto de crueldad infinita.
Y ahora, si vas por los caminos, los campos o algunas calles de los pueblos más lebreros, te los puedes encontrar, esqueléticos, ya algunos tambaleándose, moribundos. Y entonces, al verlos, junto al dolor y la rabia, quizás sientas una tristeza densa, abisal. Y después tal vez ya no puedas olvidarte de esos galgos abandonados, que ahora sólo son pellejo y huesos. Y ojos. Unas miradas húmedas y grandes que delatan todo el sufrimiento que pueden albergar unos seres vivos, mientras caminan hacia ningún sitio, hacia una muerte cierta, provocada por el hambre, la sed y la desolación de su abandono.
Francisco de Paz Tante
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