El niño
llegó. Al final, llegó a la playa, con sus ojos de agua abiertos a la luz fría
del amanecer. Su madre, no. Según contó un superviviente, ella se hundió, y se
quedó enredada entre las algas y los corales, en las geografías, sumergidas,
del mar. Pero el niño, pequeño, liviano, flotó sobre las olas, empujadas por
las brisas del sur y el aliento de África. Y llegó a su destino, a una playa de
Cádiz, al amanecer. Por eso lo envolví enseguida en la manta amarilla, para
protegerlo del frío de la madrugada. Luego apareció el juez, el forense, más
policías y la ambulancia, que se lo llevó, silenciosa. Y, cuando me quedé solo,
fijo en las olas que habían traído al niño, lloré. De pena y rabia.
Y ahora, todos los domingos llevo flores a un nicho sin nombre, sólo con
la inscripción de un número y una fecha, en la que arribó a la playa el niño
que lo habita, en su caballito de olas, navegando hacia su destino, empeñado en
llegar a donde decía su madre, viuda de una guerra incesante, que había
libertad y comida. Y llegó con sus ojos repletos de agua, muy abiertos a la luz
fría del amanecer.
Francisco de Paz Tante
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