Faustino siempre está en la memoria de mi infancia,
durante aquel tiempo en que la vida la evoco en blanco y negro. Éramos de la
misma edad, y, como vivíamos cerca, a veces coincidíamos en los partidos de
fútbol que se organizaban en la plazuela que había junto a su casa, aún de
tierra apisonada.
Él siempre participaba en todos los juegos de aquella infancia a la intemperie, en la calle, donde a veces parábamos el partido para que pasaran los carros tirados por las mulas, los borricos y las ovejas, que dejaban un aroma a polvo, a estiércol y a lana, a los olores del campo y de la vida de entonces.
Murió hace algunos años. Parece que le estalló el
corazón, quizás porque le creció demasiado, como si la naturaleza le hubiera
compensado así por su escueta anatomía, y lo que le negó en las extremidades se
lo hubiera puesto en el pecho. Por eso siempre se enfrentó a la vida con tesón
y pasión. También lo hizo en sus últimos años, luchando incansable por sus
derechos, y los de otros muchos como él, contra la administración y la empresa
farmacéutica que envenenó a su madre cuando estaba embarazada, con aquel
medicamento que luego supimos que se llamaba talidomida. Y parece que esa lucha
continúa, ya sin él. Pero con su recuerdo siempre. Como el que mantenemos
quienes lo conocimos cuando jugaba de portero y nos enseñó que nada es
imposible, que todo se puede alcanzar, y atrapar, por alto que vuelen los
balones, o los sueños.
Siempre se ponía de portero, y, aunque no tenía brazos
ni piernas, yo lo recuerdo como un buen guardameta, que rodaba con agilidad por
el suelo y paraba bien los disparos rasos. También, si era preciso, se estiraba,
esbozaba un brinco, y a veces conseguía despejar con sus muñones los balones
más altos.
Él siempre participaba en todos los juegos de aquella infancia a la intemperie, en la calle, donde a veces parábamos el partido para que pasaran los carros tirados por las mulas, los borricos y las ovejas, que dejaban un aroma a polvo, a estiércol y a lana, a los olores del campo y de la vida de entonces.
Faustino también aprendió a escribir, a la misma edad
que nosotros. Él con la boca. Y lo hacía muy bien, con letra clara y redonda.
Le enseñó doña Consuelo, una maestra abnegada que dejó un rastro indeleble de
bondad y solidaridad en la memoria colectiva del pueblo. Porque, al igual que
ayudaba a Faustino, y nos enseñaba a los demás las primeras letras, se afanaba
en limpiar las cataratas del analfabetismo con los mayores, tan extendidas
entonces en aquel mundo rural de cultura yerma.
Luego siguió estudiando, e incluso accedió a la
universidad y se licenció en Psicología, porque, aunque le faltaban los brazos
y las piernas, nunca hubo balones suficientemente altos que él no intentara
atrapar.
También se casó, y tuvo una familia, y
una hija.
Yo, en los últimos años, lo veía poco. Sólo cuando iba
al pueblo y me lo encontraba junto a la carretera, en su silla de ruedas, ya
mecanizada, con los cupones de la ONCE en la solapa. Y, cuando lo veía, siempre
me acordaba de cuando éramos niños y él jugaba de portero, afanándose por parar
todos los balones: los rastreros y los altos.
Francisco de Paz Tante