Y en la tristeza que destilan esas canciones siempre estaba el recuerdo del único hombre al que amó de verdad, con el ardor y la prisa de quienes intuyen que las desgracias acechan y el futuro enseguida caduca.
Una noche se quedó esperándolo. Lo buscó hasta que la policía le habló de un muerto en el río, al final sumergido y perdido en aquel brazo de mar en que el Tajo se muere en Lisboa, de navajas ensangrentadas y de otros asuntos que ya apenas escuchó, porque ya sólo quería estar sola y llorar, hasta que se secara, y se muriera.
Cuando la devastación de la tristeza la empujó hacia la noche y el río, para buscar a su amor perdido en los abismos del agua, le vino a la memoria y a la garganta uno de los fados tristes de Misía, y mientras lo cantaba, a través de aquel gemido que le brotaba del pecho, se dio cuenta de que en aquella melodía estaba él, el regusto salobre de su recuerdo, la ternura de sus caricias lentas y la humedad de sus besos. Y entonces decidió postergar su inmersión y su búsqueda, y empezó a entonar esas canciones, que siempre susurraba cuando se arrimaba a sus amantes, para sentirlo a él, en el pensamiento y en la piel.
Francisco de Paz Tante