Era
un ataúd blanco, pequeño, cubierto de flores; incongruente con el habitual
fluir del río de la vida. En él ya descansaba el niño. La devastación de la
enfermedad al fin había cesado. Despiadada, lo había matado a manotazos de sufrimiento.
Lo llevaron allí para verter las últimas lágrimas y susurrar los rezos finales,
antes del crematorio, del final definitivo, de la extensión infinita de una
herida en la memoria. Y del persistente afán de sus padres, a partir de ahora,
para evitar cada día, mientras consumen su vida, ese último dolor llamado
olvido. Quizás el sufrimiento de ahora, curvo y punzante, de aristas vivas,
incrustado en las entrañas, vaya cesando, según se gasten los días de su
existencia – al final, el óxido del tiempo todo lo cubre y lo ciega, incluso
los goznes sobre los que giran las cuchillas del dolor-; aunque a ellos siempre
les quedará una niebla de tristeza, inoculada para siempre en los hondones de
la memoria.
El
silencio era denso, de una pena compacta, de un luto de alquitrán, extraño,
inhabitual -como lo es la muerte de un
niño-, sobrecogedor, palpitante en las miradas húmedas de quienes estábamos
allí. Hasta que la madre se levantó, acarició la cajita blanca, y nos habló de
“su campeón”. Así lo llamó: “su campeón”. Y nos dijo que ahora, ya libre de las
heridas y llagas de la enfermedad, podría correr por las praderas de la
eternidad. También nos confesó que esa vida, ahora muerta, tan corta e intensa,
había cambiado la suya. Para siempre. Y lo dijo con entereza, sin lágrimas, ya seca,
esquilmada por el sufrimiento incesante y crecido. Con una serenidad
estremecedora. Con una fuerza forjada durante meses de lucha para salvar a su
hijo de las zarpas del cáncer, en una batalla incesante, al final perdida.
Luego
la madre acarició otra vez la cajita blanca, que albergaba la muerte de un niño,
de su niño, ya solo, sin su abrazo necesario. Se llamaba Diego. Y tenía seis años.