Sigue levantándose temprano, y lo primero que hace es asomarse a la ventana, "a ver qué hace el día”, dice, después de toda una vida trabajando a la intemperie, pendiente del cielo y sus mudanzas.
Y ahora, que ya está varado en la vejez, en el brasero y en la televisión
–pendiente de las noticias, a las que sigue llamando “el parte”- me acuerdo de
otros tiempos, otros momentos que, en mi memoria, pasan como escenas de la
película de su vida, en las que también estaba yo. Como aquéllas en que
trabajaba de pocero, y preparaba las cargas de dinamita para reventar la piedra
y seguir ahondando. Los cartuchos y los fulminantes los guardaba en el polvorín
que él mismo hizo en nuestro corral. Y yo, en cuanto aprendí las cuatro reglas
–porque él nunca fue a la escuela, y tropezaba mucho con los números y las
letras-, era el encargado de apuntar en sus libros de control aquellos
explosivos, y de llevarlos al cuartel de la Guardia Civil todos los meses, con
temor siempre, porque entonces “los civiles” daban miedo.
También lo acompañaba algunos días a los pozos. Por eso ahora lo recuerdo con
la barrena, el pico y la pala, cavando, ahondando, en busca del agua. Esa agua
que él ya había localizado previamente con sus varas de zahorí.
Y me acuerdo de la emoción pretérita que sentía en aquellas escenas de
dinamita y polvo. Primero taladraban los agujeros en el fondo, ocho o diez.
Luego preparaba las cargas, introduciendo en los cartuchos los fulminantes ya
incrustados a las mechas, cortadas, con la navaja, de distinta longitud, para
que se sucedieran las explosiones, una detrás de otra.
Después volvía al fondo, para incrustar la dinamita en los boquetes
abiertos en el granito compacto, y, en cuanto los compañeros salían, prendía las mechas, con un encendedor de yesca, y luego trepaba rápido por la cuerda tensando
los músculos y apretando los dientes, apoyándose en los agujeros que abrían en
la pared del pozo. Al llegar arriba, echaba a correr, y se guarecía, junto a
los demás, de la lluvia de piedras que enseguida provocaban las explosiones. Y
mientras sonaban, contaba “los barrenos" estallados, en voz alta. A veces no
salían las cuentas, porque alguno se atascaba, o porque habían explosionado dos
a la vez. Nunca se sabía bien. Y, aunque esperaban un rato, el miedo a una
explosión retrasada y a alguna piedra, como la que le amputó la pierna a su padre,
siempre estaba ahí, en su memoria de la niñez, cuando mi abuelo se quedó cojo,
con muletas y una pata de palo, lisiado ya para el trabajo, en la grisura de
aquella posguerra en la que, además, mi abuela estuvo seis años en la cárcel, y
sus cinco hijos, pequeños, aprendiendo a zafarse del acecho del hambre,
arrastrados por el campo y cazando, furtivos, en el monte.
Pero había que bajar, otra vez, al pozo, entre el humo y el polvo. Ese
mismo polvo que acabó matando a varios de sus compañeros, con los pulmones carcomidos.
Él también enfermó, con el pecho turbio de toda una vida de pocero. Pero continuó
arañando la tierra y excavándola, y en los afanes del campo y su vida a la
intemperie. Y ahora, ya varado en la vejez, con las muescas que le han dejado
los años y los trabajos, en cuanto se levanta, siempre temprano, lo primero que
hace es mirar por la ventana, “a ver qué hace el día”, dice.
Francisco de Paz Tante