Durante aquellas noches, en el
soplo del invierno había un presagio de nieve, la intensidad de un frío que dejaba
aterida la ciudad y las calles vacías. Por eso él, desahuciado de su casa y
abandonado, se guarecía al atardecer en el sótano de un edificio deshabitado.
Pero una mañana, al salir a la calle, vio cómo descargaban materiales de
construcción. Por eso, cuando regresó, no le extrañó encontrarse con la entrada
a su guarida tabicada con ladrillos, al igual que todas las puertas y ventanas
de aquel edificio que habían decidido preservar de ocupas indeseados.
Había empezado a nevar mientras
caminaba, hacia ningún sitio. Luego se sentó en el banco de un parque. Ya era
de noche y estaba solo. Sacó el vino de la mochila, y empezó a beber, con
tragos largos y ansiosos. Decidió entonces no buscar más casas ni refugios, y
quedarse, al fin, donde la vida se empeñaba en dejarlo, al fragor de la intemperie.
Cuando acabó la botella, sintió frío, y sueño. Se tumbó sobre la madera helada,
se arrebujó en el chaquetón y cerró los ojos. Con el pensamiento ya enturbiado
por el vino y aquel frío blanco y húmedo que le calaba hasta los hondones del
alma, sólo deseaba que el corazón dejara de latir, y descansar, mientras
la nieve caía y lo iba cubriendo, con su blancura y su silencio.
(Del relato “Mientras la nieve
caía”, ganador del certamen “Isabel Agüera”, de Villa del Río)
Francisco de Paz Tante