EL VIAJE DE LAURA
Sigues callada, Laura. Encerrada en tu
silencio, y con esa tristeza que a veces te rebosa por la mirada siempre
repleta de brillos y humedades.
Pero no creas que volvemos a Bañuelos.
Todavía no. Aunque ya nos hayan mudado allí los muebles, aún no regresamos a
casa. Tiempo tendremos después.
Cuando
dejamos el pueblo, tú me decías que en Madrid sólo íbamos a estar unos años;
hasta que Miguel saliera adelante, pues en realidad lo hacíamos por él, por su
futuro. Y después, cuando tuviera su familia, y su trabajo, nosotros cogeríamos
de nuevo un autobús que nos llevara de regreso a casa. Pero han pasado más de
cuarenta años desde entonces y hasta ahora no hemos encontrado la ocasión de
hacerlo, a pesar de que hace más de veinte que Miguel dejó de tener futuro. De
eso sí te acuerdas, ¿verdad, Laura?
En
aquel tiempo en que nos fuimos a Madrid, también lo hicieron otros muchos, que,
al igual que nosotros, decidieron un día irse a la plaza del Bar Correos a esperar
el autobús que les llevara a la ciudad.
Fueron
los años del éxodo, cuando en el pueblo el futuro ya había caducado. “Es por
los hijos”, decíamos cuando nos íbamos cargados de maletas hasta la parada del
Bar Correos. “Para que cuando crezcan no tengan que estar todo el día
arrastrados por el campo y siempre pendientes del cielo”.
Los
que se fueron primero empezaron a llamarnos a los demás. Por eso aquel año del
sesenta y seis también emigraron Benicio y Fausta, Higinio y Ciriaca, Eulogio y Obdulia, Crisantos y Rufina. Y todos
decíamos lo mismo, que nos íbamos por los hijos, que en el pueblo no había
futuro, y no queríamos que acabaran como nosotros, resecos y con el pellejo agrietado
por los sudores del verano y las heladas del invierno.
Y
entonces los que se quedaron se fueron anegando de recuerdos y añoranzas; de la
vida de antes, cuando aún no se intuía el crepúsculo del campo y la muerte del
mundo rural. A mí también a veces me brotan las nostalgias viejas de aquellos
años de nuestra juventud en el pueblo, antes de que nos convenciéramos de las
ventajas de trabajar en una fábrica o en una portería, residiendo en ciudades
sin alma y en barrios anónimos.
Cinco añitos acababa de cumplir Miguel
cuando nosotros decidimos trasladarnos a la capital. Los cuatro muebles que
teníamos ya se había quedado con el encargo Antolín de llevárnoslos en el
camión aquella misma tarde. Fue después de las Navidades del sesenta y cinco.
Lo recuerdo bien porque durante los Reyes del sesenta y seis nos pasamos toda
la noche hablando de ello, sin decidirnos a aceptar la oferta que nos hicieron.
Aunque Celedonio nos había dicho que era una buena portería, en la calle
Serrano, y con una casa muy amplia para nosotros, nos daba miedo tomar la
decisión. Fuiste tú, ya de madrugada, quien dijiste que sí, que te ibas a
encargar de llamar por teléfono ese mismo día, para confirmar que nos
trasladábamos esa semana; que era una buena oportunidad para que yo dejara de
estar todo el día a la intemperie como los bichos del campo, y también para que
Miguel tuviera una vida mejor que la nuestra.
Ya no te acuerdas de nada, y, aunque a
veces me miras como si mostraras interés, yo sé que sólo estás a lo tuyo: a la
ventanilla, al paisaje que ves detrás del cristal; pero, si no padecieras esa
enfermedad del olvido, recordarías aquel primer día en que llegamos a Madrid.
Cuando
nos bajamos del autobús, yo cargué con las maletas, mientras tú cogías a Miguel
de la mano. Después empezamos a andar por el vestíbulo de la estación, y, de
pronto, te paraste enfrente de la ventanilla de una compañía de autocares, y me
dijiste que me fijara en el cartel donde estaban escritos los destinos. Luego,
cuando yo leí Santander, tú, con mucho entusiasmo, me explicaste que fue en
aquel mismo sitio donde habías acompañado a la señora de la casa donde entonces
servías para comprar los billetes que os llevarían a Cantabria.
“Qué
verde es todo allí, Santiago. Y el mar qué grande”, te gustaba contarme a
veces, cuando recordabas para mí aquel viaje en que te llevaron de veraneo.
Y
después, cada vez que cogíamos el autobús para regresar al pueblo durante las
fiestas del Cristo o algunas Navidades, siempre te quedabas un rato parada en
aquella ventanilla, y yo sabía que entonces a tu memoria, aún sin enfermar,
volvían los recuerdos de aquel viaje en que por primera vez viste el mar.
Cuando nos fuimos a Madrid, al
principio, el trabajo en la portería me parecía poca cosa, después de llevar
tantos años trajinando en el campo como las bestias. Aunque enseguida me fui
acostumbrando a repartir los periódicos y la correspondencia, a limpiar los
cristales, a sacar la basura por las noches, a mostrarme servicial y dócil con
los señores, que allí eran de mucho rango. ¿Te acuerdas, Laura? Abogados,
notarios, médicos, arquitectos, y hasta un director general, que a veces salía
en la televisión y a nosotros nos gustaba presumir de ello cuando íbamos al
pueblo en las vacaciones. “Pues don Manuel Carnicero, ése que a veces sale al
lado del Ministro de Trabajo, e incluso en algunas ocasiones se le ve junto al
mismísimo Franco, vive allí, donde nosotros, en el tercero derecha”, contaba yo
en la taberna de Cano, tan orgulloso, cuando íbamos a pasar unos días de
vacaciones, que siempre eran pocos. Una semana, como mucho. Después nos íbamos
otra vez a la parada del autobús, para volver a Madrid. Y cuando llegábamos a
la estación, al pasar junto a aquella ventanilla en que estaba el letrero que
ponía Santander, tú siempre te quedabas parada, recordando aquel otro viaje que
hiciste cuando trabajabas de criada y te llevaron a ver el mar.
Luego, con el paso del tiempo, cada vez
íbamos menos al pueblo; sobre todo cuando Miguel se fue haciendo mayor. Entonces
empezó a decirnos que a él no le gustaba estar allí, y nosotros no queríamos
dejarlo solo.
Nunca
nos fuimos de vacaciones, a alguno de aquellos sitios de playa donde se
marchaban las familias de otras porterías, o nuestros propios paisanos, que a
veces nos los encontrábamos los sábados en Galerías Preciados, bien tostados
porque habían estado Benidorm. Y a ti, cuando te hablaban del mar, siempre se
te ponía un brillo raro en los ojos, una expresión como de actriz que mostrara
melancolía por algún lugar del que en esos momentos se estuviera acordando
Durante aquellos primeros años en
Madrid, podríamos haber viajado a otros sitios. Antes de que ocurriera lo de
Miguel, claro. Porque luego, cuando se nos torció la vida de aquella manera, ya
se nos quitaron las ganas de todo. Con aquellos ojos que se te pusieron de
tanto llorar, y con la mirada tan reseca y encogida.
“Miguel
aquí se nos muere. Vámonos al pueblo. Allí nos arreglaremos como podamos.
Mañana mismo cogemos el autobús y nos volvemos a casa. Que se nos muere Miguel,
Santiago”, me dijiste un día, no con pena, sino con la rabia de la
desesperación; cuando Miguel ya volvía todos los días igual que un muerto
viviente, tan demacrado, y cada vez más delgado. Al final, al pobrecito, no le
quedaron nada más que pellejo y huesos.
Algunas
noches incluso no volvía, y entonces, al amanecer, nos echábamos los dos a la
calle a buscarlo, y a veces acabábamos encontrándolo en aquellas casetas
abandonadas de la estación de Chamartín, o en algún almacén vacío cerca de las
vías, en el suelo frío, como un perro.
Cuando
quisimos reaccionar, e intentamos ingresarlo en aquel centro del que nos hablaron,
ya era tarde. Fue entonces cuando tú más insistías en que volviéramos al
pueblo. “Mañana mismo nos vamos a la estación de autobuses; que aquí Miguel se
nos muere, Santiago”, me repetías una y otra vez. ¿Te acuerdas, Laura?
Pero
él no quería. Los pocos ratos que estaba en condiciones de escuchar y de
hablar, nos decía que nos fuéramos nosotros, que él se quedaría a vivir con
unos amigos. Y a ti entonces se te paraba el aliento sólo de pensarlo. Por eso
aquel último año ni siquiera visitamos a la familia en las Navidades. Por no
dejarlo solo. Y ya ves de lo que nos sirvió, porque fue para Semana Santa
cuando se presentaron los municipales de madrugada a contarnos que se lo habían
encontrado en un portal, con una jeringuilla clavada en el brazo. Que estaba
muy mal, nos dijeron; aunque, por los ojos que pusieron aquellos hombres según
nos hablaban, enseguida supe que ya se había muerto.
De
eso sí te acuerdas, ¿verdad, Laura? O a lo mejor hasta esos recuerdos ya
también los tienes olvidados. Ya sé que el alzhéimer se come los recuerdos;
pero a lo mejor tú has preferido olvidar, y dejar que se te seque la memoria,
para que no duela tanto.
Por
eso ahora sólo estás pendiente de la ventanilla, de los paisajes que vamos
atravesando, de las llanuras, de las montañas que se recortan en el horizonte,
de los pueblos que se ven en la lejanía.
Parece
mentira. Lo poco que hemos viajado, a pesar de que a ti siempre tanto te ha
gustado. En realidad, ésta es la primera vez que lo hacemos por placer, sólo
por el gusto de viajar, de irnos a otro sitio a pasar unos días. Demasiado
largo para ti, quizás. Pero pronto pararemos a descansar. Luego un par de horas
más y ya verás cómo te brota otra vez esa risita de alegría que te lucía esta
mañana en la cara, cuando empieces a ver desde la ventanilla qué verde es todo
por allí, y el mar qué grande. En este autobús tan lujoso. Tan distinto de
aquel otro en que nos fuimos a Madrid los tres.
¡Qué
jóvenes éramos entonces! ¡Y Miguel qué pequeñito! ¿Te acuerdas, Laura?
Francisco de Paz Tante