Ella sabía que se acercaba el final, la oscuridad definitiva en aquella
intemperie africana luminosa e hiriente, donde los brillos ocres de la sed y la
muerte reverberan de forma incesante.
Uno de los niños soldados que la custodiaban
le había introducido en la boca unas hojas de khat. «Mastícalas», le dijo.
«Para que no te duelan los tiros.» Y aquella droga, con sus efectos analgésicos
y excitantes, le producía una extraña sensación placentera. De forma que se le
había disipado la angustia, y ahora quería seguir sintiendo la vida,
rememorándola, antes de que se le escapara por los boquetes mortales que
enseguida le abrirían en el pecho.
Se acordó entonces de sus enfermos, sobre
todo de las niñas, de las criaturas maltratadas a quienes intentaba curar sus
heridas, algunas abiertas y palpitantes en la médula del alma. Porque ella era
médica en África,
donde persistía en mantener encendida la esperanza para muchos, la luz de los
ojos desorbitados de algunos de sus enfermos, aunque, al final, muchos de ellos
acababan apagándose como el final de un crepúsculo.
Y en aquellos instantes finales, antes de que la mataran unos soldados de
rostros aún infantiles, sobre todo se acordaba de Amira. Era aquella niña de
ojos grandes y luminosos quien más persistía en su memoria herida. Por eso
evocaba el viaje que hizo a España recordando, sin cesar, la vida de aquella
chica africana, y los brillos húmedos de su mirada negra y triste.
Según pisaba las hojas muertas
en una calle arbolada de Madrid, se acordaba de los cielos infinitos de azafrán
con que a veces se encienden los atardeceres de África. Y a su memoria
volvieron de nuevo los paisajes y las imágenes de la ciudad en la que vivió
durante varios meses, sus calles bulliciosas y hacinadas, donde la vida
transita con fragilidad de espanto. En ellas también vivió su amiga Amira.
A Amira la conoció cuando llegó al orfanato. Tenía entonces dieciséis años, y en su corazón estaban
los latidos de África, desmesurada y atroz. A veces sus ojos se inundaban de
luz y de cielo, y en ocasiones se encogían anegados de sombras y de noche.
Sonreía con ellos, en silencio, sólo agrandando la mirada, como si el recuerdo
persistente de la guerra y del hambre, de los miedos grabados en su memoria
infantil, le impidieran emitir el ruido de la risa.
Desde que murieron sus padres,
deambulaba por las calles, escondida, sobreviviendo de la limosna, compartiendo
la miseria. Y a veces tuvo que soportar la violencia de los soldados, el abuso
y la humillación. Despiadados, la golpeaban con saña cuando no podían consumar
la violación. Porque Amira había sufrido la ablación y la infibulación. Como su madre,
y la madre de su madre. Cuando cumplió ocho años, la llevaron a casa de la
gudniin, la vieja curandera de su aldea que se encargaba de practicar el atroz
y doloroso ritual. De esta forma, su futuro marido podría comprobar la
virginidad preservada para él. Después tendría que ir a la curandera de nuevo,
una semana antes de la boda. Así su marido la podría poseer. Con dolor. Siempre
con dolor. Pero ella ya estaba educada en el sufrimiento callado, en la
sumisión silenciosa.
Luego la guerra, con su estela
de muertos, rompió los planes y el futuro que habían previsto para ella. Desde
entonces Amira vivió en la calle, de las limosnas y de la lástima.
Observando con estupor y miedo a
los niños soldados que la vigilaban con los ojos encendidos por los brillos
fríos de la droga y el rencor, en aquellos momentos finales, la doctora se acordaba
de su amiga Amira, cuando llegó al orfanato después de las primeras
desapariciones.
Fueron el hambre y el miedo los
que la condujeron allí. Para no quedarse en los puros huesos, y evitar que
fuera capturada mientras dormía en cualquier rincón de la ciudad. Como ya había
ocurrido con otras huérfanas de la calle. Luego, según contaban, aquellas
sombras negras las introducían en un coche para iniciar un viaje a la oscuridad
infinita que palpita en el cielo africano. Nunca más se sabía de ellas. Se las
tragaba la noche, y ya sólo quedaba el espanto de un recuerdo amenazante.
A la memoria de la doctora, de
forma atropellada y febril, también volvió entonces el recuerdo de sus afanes
incesantes para tratar de curar las secuelas del abandono en aquellos cuerpos
maltratados, para restañar las heridas de la miseria y el hambre.
Era con Amira con quien más
hablaba. A ella le gustaba recordar su vida, cuando todavía habitaba en una
casa de paja y adobes. Desde allí, en algunas ocasiones, oía el ruido de los
fusiles y el escándalo de la guerra siempre cercana; pero no se imaginaba que
una de aquellas disputas sangrientas, que con tanta frecuencia asolan el país,
se llevaría una noche a sus padres. Fue muy rápido. A Amira la despertaron los
golpes en la puerta, y después sintió los gritos de su madre, y los tiros, y
luego el silencio. También la mudez siniestra de aquel soldado que se quedó
apuntándola con su fusil, antes de sentir las zarpas de sus manos en la piel,
desgarrándole la ropa, y su intimidad. Luego disparó al suelo, y salió de la
casa, dejándola sola, entre los muertos.
Aquel mismo día también mataron
al hombre con quien se iba a casar, y a toda su familia.
Al sentirse sola, huyó al campo.
Estuvo varios días escondida entre los árboles, bebiendo en los arroyos y
comiendo hierbas y raíces. Y, cuando intuyó que a aquella nueva guerra ya sólo
le quedaba el recuerdo de los muertos y el hambre que vendría después, se
adentró en las calles de la ciudad, a compartir la miseria y el miedo con otras
huérfanas.
Así se lo había contado Amira a
su doctora, mientras ella trataba de ver cómo habían influido en su salud los
estragos de la calle y el abandono. Y se daba cuenta de que las heridas no eran
visibles en su cuerpo maltratado y desnutrido, sino en su mirada negra. En
aquellos ojos que a veces también se inundaban con los brillos de una sonrisa,
cuando sentía calor y cariño, aunque siempre callada, sin el ruido de la risa.
Pero la tarde en que la iban a
matar la doctora también se acordaba de aquel día tibio de otoño en que iba
pisando las hojas muertas de una calle de Madrid. Se dirigía a una comisaría de
policía, donde estaba citada con el inspector que había investigado el rastro
de Amira. Aquel contacto y aquella cita se la habían facilitado en el
Ministerio del Interior, después de varias gestiones de su organización médica
con el gabinete del ministro.
Le dijo al inspector que ella
era la médica que atendía a Amira, a quien se llevaron del orfanato una noche
en que lo asaltaron varios hombres armados. Luego también le explicó que estuvo
buscando durante varios días las huellas de aquel secuestro, y al final
consiguió que un jefe de la policía le hablara de un aeropuerto clandestino y
de viajes nocturnos. «No pierda el tiempo. Nunca la va a encontrar. Y, si
quiere saber más, pregunte a la policía de España, o de Francia, por si ellos
tienen noticias de las últimas llegadas a esos países de chicas procedentes de
este país, todas muy jóvenes, con contratos legales para trabajar en el
servicio doméstico. A mí ya se me ha olvidado todo, incluso esta conversación.
No vuelva más. Aquí ya nada existe», le dijo aquel hombre.
El inspector entonces le habló a
la doctora de un club de alterne situado junto a una de las autovías de salida
de la ciudad. Fue una de sus compañeras, huida del prostíbulo y de la mafia que
lo regentaba, quien, al delatar a la policía su secuestro y situación, les
habló también de una mujer negra, muy joven, que trabajaba en ese mismo local.
Les dijo que era una muchacha que apenas hablaba, pero tenía una mirada muy
expresiva, brillante, como si emitiera una luz intensa que le saliera de
dentro. Además andaba con los pasos muy cortos y las rodillas muy juntas, les
contó. Otra africana del club les explicó que esa forma de caminar era propia
de las mujeres que habían sufrido la ablación y la infibulación. Por eso
andaban así, con las piernas siempre muy juntas y los pasos cortos, para evitar
el dolor.
No se sabía muy bien si aquella
chica siempre callada había sido descosida para que pudiera prestar sus
servicios sexuales, o permanecía aún infibulada, y por eso su especialidad
fuera la de satisfacer los caprichos sexuales, o las prácticas morbosas, de
algunos hombres con una libido retorcida y perversa. Ella nunca lo contó. En
realidad, cuando le preguntaban algo, sólo miraba con los ojos encendidos con
una luz intensa y extraña, muy negros, como la tristeza que vertía por ellos.
El inspector luego le dijo a la
doctora que, después de aquella declaración, fueron al local, pero ya estaba
vacío. Alguien había avisado. Ellos tienen confidentes por todos sitios,
reconoció el funcionario. Incluso en las propias estructuras de la policía, que
las investigaciones internas nunca desvelan ni aclaran.
—El dinero todo lo compra y lo
corrompe, doctora —reconoció el inspector, al final de la conversación.
—¿Dónde puedo localizar a la
chica que hizo esa declaración? He venido desde muy lejos para encontrar el
rastro de Amira.
—En un nicho sin inscripción del
cementerio. Apareció muerta junto a la puerta de otro prostíbulo al día
siguiente, con signos de haber sido torturada. Para que sirviera de escarmiento
y ejemplo ante las demás —le dijo el inspector.
Y al final, ante la desolación y
la mudez de la doctora, el policía le informó sobre las nuevas pesquisas ya
iniciadas, y sobre la sospecha de que la muchacha a la que buscaba posiblemente
ya la tuvieran bien escondida, o incluso desaparecida, porque ya suponía un
riesgo y un peligro. Sabían que la buscaban, y no sólo la policía, sino también
su influyente y extendida organización médica internacional.
Cuando salió de la comisaría, la
doctora no pudo evitar las lágrimas, ni la rabia, mientras pisaba de nuevo en
la acera las hojas muertas del otoño.
Al día siguiente volvió a
África. Para tratar de seguir curando las profundas heridas de aquellas niñas
africanas que se refugiaban en el orfanato donde ella trabajaba. Todas
calladas, sumisas. Infibuladas. Por eso andaban siempre con las piernas muy
juntas, y los pasos muy cortos. Con miedo. Y dolor. Todos los días.
Estaba en una aldea alejada
cuando la cogieron. Las mujeres que la acompañaban, a quienes amenazaron,
explicaron a los soldados que aquella doctora les estaba previniendo sobre las
infecciones y secuelas que provocaban los rituales de la ablación y la
infibulación con las niñas. Entonces el militar que estaba al mando la llamó
blasfema, y rebelde. Además la acusaron de traición, por su procedencia de una
zona que aún era territorio enemigo. Ella les reconoció que nunca supo cuáles
eran las lindes de aquella geografía de la guerra incesante. Pero enseguida
llegaron los golpes, y el pánico. Luego varios soldados la arrastraron hasta un
lugar apartado donde la dejaron anegada de humillación y de miedo.
Allí mismo la ataron a un árbol,
y le dijeron que la iban a matar. Por sicaria del colonialismo, y por extender
la semilla del pecado y la deshonra entre las mujeres.
Con el khat aún en la boca, los tiros
apenas le dolieron. Después, en aquella intemperie africana luminosa e
hiriente, se acordó de la luz que irradiaba la sonrisa de Amira, mientras ya
sentía cómo la noche crecía.
Francisco de Paz Tante