Es el miedo, inspector; ese aliento frío y turbio que
a veces nos anega de niebla y pánico, y entonces ya sólo sentimos un mero
instinto de supervivencia, crecido, palpitando, agazapado como una alimaña, a
la defensiva. Porque es ese instinto ciego el que actúa, el que lanza su
zarpazo, o la dentellada mortal; mientras sólo percibimos su jadeo, y luego el
espanto de la sangre.
Por eso disparé, porque el susto me alertó las ansías
de vivir, y las ganas de matar a quien provocaba mi angustia y mi miedo, y a
quien sólo pude ver aquella careta blanca que utilizan los de Anonymous, y su
congelada sonrisa de plástico. Primero encañoné al que me había apuntado con la
pistola. Y luego, cuando ya iniciaban la huída, oí el trueno seco del disparo, porque,
sin consciencia de lo que hacía, apreté el gatillo, y le abrí un boquete en la
espalda al que iba detrás, antes de que saliera por la puerta. Ya sé que éste
último no tenía pistola, y además se había quedado rezagado, como miedoso, o
paralizado. Si al menos le hubiera visto la cara, alguna expresión humana, de
susto, o de súplica, a lo mejor no hubiera disparado. Pero sólo le había visto
la mueca de plástico en su careta, y yo tenía el miedo incrustado en las
tripas, y el instinto de matar crecido.
Ni mi jefe ni mis compañeros sabían que tenía una
escopeta escondida en la gasolinera. Sólo la sacaba del coche cuando me tocaba
el turno de noche. Aquel día además el jefe ya me había dado instrucciones para
cubrir el turno de un compañero enfermo, en esa zona donde ya se habían
producido varios atracos.
Nunca pensé que acabaría disparándola, inspector.
Cuando la envolví en una manta y la metí en el coche, sólo pensé que la
escopeta me ayudaría a aliviar el miedo de las noches; porque durante aquellos
días se habían incrementado los atracos, incluso en uno de ellos había muerto
un compañero. Por eso guardaba el arma en el maletero del coche, y por la noche
la escondía debajo del mostrador, envuelta en la manta, junto a la caja del
dinero.
Ya les habíamos transmitido a los jefes nuestra
preocupación y nuestro miedo; pero se negaron a blindar las gasolineras de la
empresa, como habían hecho otros, dejando sólo una ventanilla para el pago, o
instalando máquinas automáticas para tarjetas. Nos dijeron que esos sistemas restan
clientes y reducen el negocio; no sólo el del combustible, sino también el de
la tienda, donde vendemos de todo, y más a esas horas de la noche en que son
los únicos sitios abiertos. De modo que si persistíamos en nuestras exigencias
habría regulaciones y despidos, nos advirtieron.
Por eso decidí
recortar con una sierra los cañones de la escopeta de caza, para que abultara
menos. Luego la envolví en una manta y la eché al coche. Ya hacía mucho tiempo
que no la utilizaba, desde que dejé de ir al pueblo, que era cuando salía al
campo los domingos, con otros cazadores. A la perdiz y al conejo. Porque yo
siempre he tenido mucha afición al campo y a la escopeta. Pero ya hace un par
de años que lo dejé. Desde que mi Luis empeoró. Él no quiere acompañarnos al
pueblo, y a su madre y a mí se nos hiela la sangre cuando pensamos que se puede
quedar solo un fin de semana.
El psicólogo
nos ha dicho que es un trastorno de la personalidad, lo que le provoca el
descontrol a mi hijo. Además cada vez está más enfangado con las drogas. Con la
cocaína y las pastillas, que le están volviendo loco. Algunos días incluso nos
roba, y ya no vuelve en toda la noche; hasta que nos echamos a la calle a
buscarlo, y a veces lo encontramos tirado en cualquier garito del barrio, o en un
banco, encogido de frío y hambre.
Al principio yo era muy duro, y reaccionaba con
violencia. Algunos días incluso, en que volvía de madrugada drogado y borracho,
le impedía entrar a casa, y lo dejaba en la calle, aunque hiciera frío; hasta
que su madre me convencía para que cediera. Ella es la que más sufre, la pobre.
Se va a quedar seca de tanto llorar.
Pero yo ahora he cambiado; desde que lo convencimos
para que asistiera a un centro de rehabilitación, y luego a la consulta de un
psiquiatra, que le está tratando sus alteraciones y trastornos.
Aunque él sigue drogándose, inspector. Y continúa
perdiéndose por las noches. Y, cuando vuelve, trato de hablar con él, y
decirle, por las buenas, que tiene que cambiar. Algunos días, ya de bajón, se
echa a llorar, y me dice que quiere curarse, pero que no puede. Su madre
también llora, cada vez más. Y a mí últimamente se me saltan las lágrimas sin
apenas darme cuenta, porque las tengo siempre ahí, empujando, en esa nube de
tristeza que de continuo me enturbia la vida. Por eso, cuando me hablaron de un
centro en el que tratan, con buenos resultados, casos como el suyo, entre la
negrura, se me abrió una luz, la ilusión de una esperanza en el final del
túnel. Me dijeron que cuesta veinte mil euros, con internamiento de varios
meses. De allí sale desintoxicado de las drogas, me han asegurado. Lo del
trastorno también lo tratan, aunque eso conlleva más tiempo, y más dinero. Me
han dicho que es un centro al que acuden los ricos y famosos, para enderezar a
los hijos que les salen torcidos, como mi Luis.
Por eso estamos ahorrando, inspector. Para ver si lo
puedo llevar pronto a ese sitio, a que lo curen. Que sólo tiene diecisiete
años. Y ya hemos sufrido mucho.
Es esa situación de mi Luis la que me ha incrementado
la desazón y el miedo. Miedo a perder el trabajo. Y miedo a que me maten, como
pudo ocurrir en el atraco de anoche. Miedo por mí, y por mi familia. Porque
dejaría a mi mujer viuda, y a mi hijo huérfano, y ya sin posibilidades de poder
ingresarlo en ese centro donde llevan a los hijos de los ricos para que les
enderecen la vida, como quiero hacer yo con mi Luis, en cuanto ahorre el dinero
que hace falta.
Por eso, cuando los jefes hablan de despidos, no puedo
evitar pensar en ellos. También lo hago cuando escucho por la radio que han
atracado otra gasolinera y han herido, o han matado, al dependiente. Es en la
radio donde escucho lo que pasa en el mundo. Ella me acompaña durante toda la
noche. Algunas veces, cuando para algún coche a repostar, o entra alguien a la
tienda, subo el volumen, porque así tengo la sensación de que estoy acompañado;
y los que llegan, con tanto ruido, también pueden pensar que no estoy tan solo.
Aunque la realidad es otra, y la soledad, sufrida durante
tantas horas, al final acaba dejando sus muescas, y un vaho de tristeza por
dentro. Sobre todo en el invierno, en que se incrementa el frío y se abrevian
las salidas y los trajines de la gente. Es mucho tiempo el que paso mirando a
través de los cristales, hacia los brillos de la ciudad. Y es entonces cuando
más me calan las canciones de la radio, que siempre la tengo puesta en una de
esas emisoras que emite música de continuo. Y como la soledad siempre nos lleva
a escarbar en la memoria, cada una de esas canciones, como si formaran parte de
la banda sonora de mi vida, me hacen recordar otros momentos, otros años y
otras situaciones. Con algunos discos, que son los mismos que oía en la
discoteca de mi pueblo, rememoro aquel tiempo de mi juventud repleto de
ilusiones e incertidumbres; cuando el futuro aún se intuía extenso e
insospechado. Luego el azar, que rige nuestras vidas como en una rifa siempre
incierta, fue hilvanando avatares y acontecimientos: los de la juventud,
marcados por las circunstancias y tendencias del cortejo y el apareamiento; y
después los de la familia, el hijo, el trabajo en el campo con sus fatigas y
sus afanes. Y al final, esa misma tómbola de la vida nos ofreció la oportunidad
de venirnos a Madrid, a emplearme en la gasolinera donde ya trabajaba un paisano
que influyó para que me ofrecieran el puesto.
La verdad es que dudamos mucho; aunque acabamos aceptando
la oferta, para que yo dejara de estar a la intemperie todo el día, en invierno
y en verano, como los bichos del campo. Y también lo hicimos por el hijo, que
aún era pequeño, y queríamos que creciera en la ciudad, pues estábamos en la
idea, como todos los que emigraron entonces, de que aquí siempre habría más
oportunidades para los hijos, y un futuro mejor que el del pueblo. Y ya ve
usted la realidad que tenemos ahora, con el hijo y su futuro, tan negro, y
quizás tan corto, si no soy capaz de abrir algún claro entre tanta negrura.
Esos son los pensamientos que se me vienen a la cabeza
durante las largas y solitarias jornadas nocturnas, mientras espero a que
reposte algún coche, o entre alguien a pagar, o a comprar algo.
Llevo ya muchos años viviendo la noche, y la conozco
bien. Cuando la mayoría de la gente duerme, en esos alrededores de la ciudad,
sobre todo en el verano, suele haber mucho trajín. Por allí pasan transeúntes y
clientes de todas las condiciones y calañas. Beodos aristócratas y borrachos pordioseros,
algunos hoscos y huraños, que merodean por aquellos descampados buscando un
agujero donde protegerse del fragor de la intemperie. También frecuentan esos
lugares prostitutas de alta y baja alcurnia, cuando las llevan a los clubs de
alterne ubicados en esa carretera, y a veces se bajan a comprar un refresco, o
pilas, quizás para algún transistor o aparato de música con el que entretener
el tiempo a la espera de clientes. Algunas noches paran coches con muchachos
muy jóvenes, que viajan en varios vehículos, con la música atronando. Yo sé que
van hacia sus fiestas y su perdición, hacia ningún sitio. Es entonces cuando
más me acuerdo de mi Luis, al ver a esos chicos con los ojos brillantes, por la
falsa euforia de los estupefacientes, sin ser conscientes, los pobres, de que
en realidad por esa mirada encendida, más que el fulgor de las drogas y el
alcohol, se les escapa la vida, a raudales, en plena juventud.
Algunos mafiosos oscuros en ocasiones merodean por la
zona. Y atormentados infieles, embozados en su timidez y su susto, que se
esconden de ellos mismos, y su cara delata la traición cometida con más evidencia
que el ruido de las palabras. También veo a veces a mujeres insatisfechas que
se desvían en una noche de fiesta, o de cena de empresa, por aquella carretera
con algún acompañante casual, junto al que han sentido, con el vino de la cena,
ganas de aventura, y tratan de preservar el anonimato poniéndose la mano en la
cara cuando me arrimo al coche para echar gasolina. Y a esas horas siempre veo
a los hombres y mujeres de la noche que atienden taxis, ambulancias, vehículos
policiales. Todos alerta mientras los demás duermen, parados a veces durante un
rato en el oasis de luz de la gasolinera, para repostar, beber algo, o mantener
una breve conversación conmigo, sobre la vida, el trabajo, o el frío de la
noche, mientras al fondo reverberan las luces de la ciudad, por la que ellos
trasiegan hasta el amanecer.
Y yo siempre con la radio puesta, sonando sin cesar,
oyendo su música, que a esas horas estremece, entristece o emociona más, y me
aviva la memoria y los recuerdos de mi vida. Esa radio a la que subí el
volumen, como hago siempre, cuando anoche vi dos bultos que se acercaban. No
entraron de frente, sino por un lateral, donde falta luz y se adensa la
penumbra. Por eso no les vi las caretas hasta que los tuve delante, ya uno de
ellos apuntándome con la pistola.
«Danos el dinero», me dijo el que se acercó, con la
voz deforme y amortiguada por la máscara de plástico. Sólo dijo eso. Ni una
palabra más.
El otro, al entrar se quedó muy quieto, junto a la
puerta, como si hubiera sentido de pronto una repentina cobardía, o
arrepentimiento, o susto tal vez, ante aquella situación de peligro o riesgo de
la que quizás sólo en ese momento fue consciente.
Fue entonces cuando sentí ese miedo del que ya le he
hablado. Estaba convencido de que me podían matar. Y pensé en mi mujer, y en mi
Luis. Y en los dos juntos. También imaginé, durante unos instantes, lo que
sentiría cuando oyera el disparo, si es que lo oía, cuando la bala se alojara
en mi pecho, o en mi cabeza. Y cuánto duraría la consciencia, y qué sería capaz
de hacer durante aquellos instantes, antes de que la noche me entrara al fin
por los ojos, y dejara de sentir, y de respirar. Todo eso pensé, inspector. No
sabe usted lo que cunde el tiempo cuando uno cree que lo van matar, y que la
única vida que ya le queda son esos momentos de miedo. El miedo. Otra vez el
miedo. Que te aturde en ocasiones. Y en otras activa un inconsciente instinto
de supervivencia, ese depredador que palpita por dentro, alerta, a la
defensiva, cuando tiene que cumplir con su función de preservar la vida.
Sólo percibí que desatendió la pistola cuando recogió
los billetes que yo había sacado de la caja. No le veía los ojos, pero sí
percibí un despiste, una cierta confianza, tal vez, que lo llevó a dejar caer
el brazo, y el arma. Fue inconsciente, y no sabría decirle cómo pude ser tan
rápido. Pero la realidad es que el atracador aún tenía el brazo caído cuando
vio los dos cañones recortados asomando por la manta.
Ni siquiera intentó apuntarme de nuevo con el arma. Me
sorprendió la rapidez con la que se dio la vuelta y salió corriendo. El otro,
el que estaba detrás, tal vez también sorprendido, cuando su compañero ya había
salido al exterior él aún estaba dentro, de espaldas, iniciando la huida. Fue
entonces cuando sonó el trueno del cartucho, y luego vi la mancha de sangre,
muy extendida, y enseguida a él en el suelo, de bruces, ya quieto.
No quise tocarlo. Esperé a que llegaran ustedes, y a
que me trajeran aquí, a la comisaría, a hacer esta declaración.
Esto es todo lo que sabía anoche, cuando subí al coche
policial. Lo demás, lo que usted ahora me ha contado, no podía saberlo, ni
suponerlo.
¿Cómo iba a suponer yo que debajo de esas caretas se
escondían los rostros de dos adolescentes drogados y asustados? ¿Y cómo iba a imaginarme
que la pistola era falsa, de plástico duro?
¿Cómo podía suponer yo eso, inspector? Si el miedo me
había nublado la razón, y ya sólo sentía un impulso ciego de seguir vivo.
Y ahora me dice que el muchacho al que maté tenía
diecisiete años, y que su madre ya está en el depósito, esperando a que se lo
digan a su padre, para entrar los dos juntos a identificarlo. Además me pide
que me prepare para lo peor. Y yo no sé a qué refiere.
¿Quién se ocultaba detrás de la careta, inspector? ¿A
quién he matado?