domingo, 6 de marzo de 2016

ESTAMPAS DE LA CRISIS


Hicieron folletos con ilustraciones idílicas: imágenes de edificios rodeados de jardines edénicos y frondosos árboles, bajo los que paseaba una pareja feliz con sus dos niños –chico y chica- sonrosados, mientras observaban su casa bajo un cielo muy azul en el que se atisbaba un futuro de ensueño, repleto de armonía y clorofila. Luego, con la crisis, muchos de aquellos sueños sólo quedaron en tristes esqueletos grises de hormigón, ya inacabados, y en juicios y encarcelamientos para promotores sin escrúpulos y alcaldes untados que recalificaron terrenos en barbecho y principios éticos en erial.

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            En la oficina de empleo, quienes permanecían en la cola esperaban pacientes para realizar algún trámite, o recibir información sobre las posibles salidas a su situación; palabras que tal vez supondrían un atisbo de esperanza, que les permitieran mantener unos rescoldos previos de optimismo, antes de escuchar la información fría y administrativa que renovaría la negrura de su realidad, fijando de nuevo horizontes de alquitrán.
            Algunos autónomos y pequeños empresarios, cabizbajos, permanecían con los ojos clavados en el suelo, como si sintieran una incierta vergüenza o humillación por encontrarse allí, pidiendo ahora un empleo del que en otros tiempos habían dispuesto y repartido entre los demás. Era otra de las consecuencias de la crisis, de la que sólo están a salvo los ricos de verdad, y algunos incluso la aprovechan para expandir su usura y su capital, mientras que a los demás los igualan el infortunio y la pobreza.
          También se fijó en las ojeras que mostraban otros parados, en las muescas evidentes que ya les estaban dejando en la cara la persistencia de su prolongada situación de desempleo, con sus secuelas de angustia e insomnio; tal vez asociadas a otras desgracias y ruinas familiares, a rupturas de parejas, con las relaciones corroídas por el miedo cerval a la pobreza, cuando ya sólo queda un horizonte de marginalidad y miseria, únicamente paliado por la lástima que puedan sentir familiares o amigos, o por la humillación de la limosna o la mendicidad callejera.
            Algunos ya habían caído en la indolencia del desaliño, con esa barba desigual que sólo crece con el desánimo y la dejadez. Es esa situación de desidia y flojedad que acaba corroyendo el ánimo y las ganas de vivir. Hasta que llega un momento en que ya nada importan los demás. Porque ni siquiera importan sus propias vidas, en ese descenso al pozo hondo y negro de la depresión y la tristeza abisal.

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            Muchas familias, ya abocadas a la ruina y al desahucio, mostraban su angustia por el continuado desempleo, por no poder atender las necesidades de sus hijos, a veces ni siquiera su alimentación básica, una vez gastados los ahorros y esquilmadas las magras pensiones de los abuelos. La ropa mantenida otra temporada, los caprichos abolidos, la vuelta a los cocidos de garbanzos espesados con tocino y legumbres diarias, la continuidad de los coches exhaustos de años y kilómetros desabastecidos de gasolina durante muchos días, el disimulo en la expresión del rostro para que sus hijos no notaran demasiado la angustia que les provocaba aquella situación, con la sombra acechante de los comedores sociales, o incluso de la mendicidad. La pérdida de la casa en muchos casos, y el llanto sordo de las noches, acallado en la almohada, a la espera de la visita de la comisión judicial, y del lanzamiento, y de no saber qué hacer, ni dónde ir.