Hicieron folletos con
ilustraciones idílicas: imágenes de edificios rodeados de jardines edénicos y
frondosos árboles, bajo los que paseaba una pareja feliz con sus dos niños
–chico y chica- sonrosados, mientras observaban su casa bajo un cielo muy azul
en el que se atisbaba un futuro de ensueño, repleto de armonía y clorofila.
Luego, con la crisis, muchos de aquellos sueños sólo quedaron en tristes
esqueletos grises de hormigón, ya inacabados, y en juicios y encarcelamientos
para promotores sin escrúpulos y alcaldes untados que recalificaron terrenos en barbecho y principios éticos en erial.
En
la oficina de empleo, quienes permanecían en la cola esperaban pacientes para
realizar algún trámite, o recibir información sobre las posibles salidas a su
situación; palabras que tal vez supondrían un atisbo de esperanza, que les
permitieran mantener unos rescoldos previos de optimismo, antes de escuchar la
información fría y administrativa que renovaría la negrura de su realidad, fijando
de nuevo horizontes de alquitrán.
Algunos
autónomos y pequeños empresarios, cabizbajos, permanecían con los ojos clavados
en el suelo, como si sintieran una incierta vergüenza o humillación por
encontrarse allí, pidiendo ahora un empleo del que en otros tiempos habían
dispuesto y repartido entre los demás. Era otra de las consecuencias de la
crisis, de la que sólo están a salvo los ricos de verdad, y algunos incluso la
aprovechan para expandir su usura y su capital, mientras que a los demás los
igualan el infortunio y la pobreza.
También
se fijó en las ojeras que mostraban otros parados, en las muescas evidentes que
ya les estaban dejando en la cara la persistencia de su prolongada situación de
desempleo, con sus secuelas de angustia e insomnio; tal vez asociadas a otras
desgracias y ruinas familiares, a rupturas de parejas, con las relaciones
corroídas por el miedo cerval a la pobreza, cuando ya sólo queda un horizonte
de marginalidad y miseria, únicamente paliado por la lástima que puedan sentir
familiares o amigos, o por la humillación de la limosna o la mendicidad
callejera.
Algunos
ya habían caído en la indolencia del desaliño, con esa barba desigual que sólo
crece con el desánimo y la dejadez. Es esa situación de desidia y flojedad que
acaba corroyendo el ánimo y las ganas de vivir. Hasta que llega un momento en
que ya nada importan los demás. Porque ni siquiera importan sus propias vidas,
en ese descenso al pozo hondo y negro de la depresión y la tristeza abisal.
***
Muchas
familias, ya abocadas a la ruina y al desahucio, mostraban su angustia por el
continuado desempleo, por no poder atender las necesidades de sus hijos, a
veces ni siquiera su alimentación básica, una vez gastados los ahorros y
esquilmadas las magras pensiones de los abuelos. La ropa mantenida otra
temporada, los caprichos abolidos, la vuelta a los cocidos de garbanzos
espesados con tocino y legumbres diarias, la continuidad de los coches
exhaustos de años y kilómetros desabastecidos de gasolina durante muchos días,
el disimulo en la expresión del rostro para que sus hijos no notaran demasiado
la angustia que les provocaba aquella situación, con la sombra acechante de los
comedores sociales, o incluso de la mendicidad. La pérdida de la casa en muchos
casos, y el llanto sordo de las noches, acallado en la almohada, a la espera de
la visita de la comisión judicial, y del lanzamiento, y de no saber qué hacer,
ni dónde ir.