Desde que leí “La lluvia amarilla”, de Julio Llamazares, y estudié en la universidad geografía rural, la literatura del abandono, de los paisajes y de los pueblos deshabitados, ha estado muy presente en mis lecturas y en mi escritura. Por eso, con estas imágenes de Caudilla, un pueblo abandonado próximo a donde yo vivo, he rememorado algunos pasajes de esta literatura de la desolación, en la que a veces me adentro con interés y pasión.
«Aunque ya sólo te acompañaban las voces incesantes de la radio, los recuerdos y los fantasmas, te negaste a dejar tu casa y venirte a la ciudad. Para no sacrificar a los animales, ni dejarlos solos y desorientados, sintiendo el extrañamiento, el hambre y la desolación que les provocaría tu ausencia, me dijiste. Tampoco querías dejar a los muertos solos y olvidados en el cementerio, anegado de ortigas y maleza.
Sería al atardecer cuando sentiste que se te apagaba la luz y la vida. Y tú sabías que era el final del crepúsculo, y te acostaste, y te arrimaste la radio, que ya era tu única compañía.
Por eso, al entrar en tu alcoba, sentimos cómo el olor de la muerte se entreveraba en el aire con las noticias que informaban sobre el palpitar de la vida: un rumor incesante que evitaba el silencio final de aquella última casa habitada.
Luego vimos que tenías entre las manos la caja de cartón donde guardabas los retratos de quienes nos fuimos marchando. La habías abierto, y las fotografías estaban revueltas, como si las hubieras revisado, repasado, tal vez incluso acariciado. Para no morirte tan solo, en aquel otoño infinito».
Francisco de Paz Tante
Sería al atardecer cuando sentiste que se te apagaba la luz y la vida. Y tú sabías que era el final del crepúsculo, y te acostaste, y te arrimaste la radio, que ya era tu única compañía.
Por eso, al entrar en tu alcoba, sentimos cómo el olor de la muerte se entreveraba en el aire con las noticias que informaban sobre el palpitar de la vida: un rumor incesante que evitaba el silencio final de aquella última casa habitada.
Luego vimos que tenías entre las manos la caja de cartón donde guardabas los retratos de quienes nos fuimos marchando. La habías abierto, y las fotografías estaban revueltas, como si las hubieras revisado, repasado, tal vez incluso acariciado. Para no morirte tan solo, en aquel otoño infinito».
Francisco de Paz Tante