Me acuerdo de las texturas, los colores y los olores de entonces. Recuerdo la tierra apisonada de las calles, siempre horadada, rayada, arañada, cuando jugábamos a los santos, a la pica, al calderón, a la trompa, al gua. Luego, cuando las calles se cubrieron de hormigón y asfalto, a la vez que los regueros de las lluvias, los charcos y el barro, desaparecieron aquellos juegos en la calle, sobre la tierra, que ahora, al ver la foto del pueblo durante aquellos años, evoco con una nostalgia tan vieja como mi vida misma.
Entonces el pueblo era de casas blancas y enjalbegadas, y por sus calles se oían las ruedas de los carros, las patas de las mulas y los rebuznos de los burros, que abrevaban en el pilón. También aún se escuchaba el rumor de la fuente de la plaza, que manaba por sus cuatro chorros; y el de las garruchas que sacaban agua fresca de los pozos.
A veces se oían las voces del tostonero, del afilador, del capador –de cerdos-, del lañero que arreglaba pucheros y cacerolas, del cestero o silletero, del colchonero, de los extremeños que llevaban pimentón para las matanzas. Voces de aquellos años, de aquel mundo rural de oficios y artesanos ambulantes, que se fueron extinguiendo a la vez que mi infancia.
En verano olía a las verduras y a las hortalizas que se ofrecían en carretillas por las plazas y calles; y a la era, a la paja, al sudor de hombres y de bestias arrastrando el trillo sobre el cereal recién segado. Y en invierno a aceitunas y a sanguaza.
En las puertas siempre abiertas de las casas, también se podía oler el lento bullir del cocido diario arrimado a la lumbre, el gazpacho recién hecho, el pan tierno; los aromas de la casa y del fuego, del fluir de la vida; de aquella vida ya sólo vigente en la memoria amarilla de quienes la conocimos, y la vivimos.
Entonces el pueblo era de casas blancas y enjalbegadas, y por sus calles se oían las ruedas de los carros, las patas de las mulas y los rebuznos de los burros, que abrevaban en el pilón. También aún se escuchaba el rumor de la fuente de la plaza, que manaba por sus cuatro chorros; y el de las garruchas que sacaban agua fresca de los pozos.
A veces se oían las voces del tostonero, del afilador, del capador –de cerdos-, del lañero que arreglaba pucheros y cacerolas, del cestero o silletero, del colchonero, de los extremeños que llevaban pimentón para las matanzas. Voces de aquellos años, de aquel mundo rural de oficios y artesanos ambulantes, que se fueron extinguiendo a la vez que mi infancia.
En verano olía a las verduras y a las hortalizas que se ofrecían en carretillas por las plazas y calles; y a la era, a la paja, al sudor de hombres y de bestias arrastrando el trillo sobre el cereal recién segado. Y en invierno a aceitunas y a sanguaza.
En las puertas siempre abiertas de las casas, también se podía oler el lento bullir del cocido diario arrimado a la lumbre, el gazpacho recién hecho, el pan tierno; los aromas de la casa y del fuego, del fluir de la vida; de aquella vida ya sólo vigente en la memoria amarilla de quienes la conocimos, y la vivimos.