martes, 30 de diciembre de 2014

Landero en "El balcón en invierno"

Acabo de leer “El balcón en invierno”, de Luis Landero. Y me ha causado tanta satisfacción y gozo literario, que he decidido contarlo.
Hacía tiempo que no leía con tanto entusiasmo –lo he devorado en tres tardes- un libro que me dejara esa sensación de haber degustado unas páginas que rezuman belleza y verdad.

Quizás haya influido en ello que en él reconozco lugares, tiempos y situaciones de mi propia vida en un pueblo, parecido al de Landero. Porque Polán no era muy distinto de Alburquerque en aquellos años, ya amarillos, que él evoca y recuerda; ni de aquel mundo del campo y de los campesinos.
Yo he leído todas las obras de Landero, desde aquel “Juegos de la edad tardía” con el que empezó, y con el que disfruté tanto; aunque lo hice aún más con “Caballeros de Fortuna”; y en esta novela –porque es una novela, en la que el autor rememora su infancia y juventud- es en la que más he sentido la emoción del lector que soy, entreverada con esa otra de escritor que se entusiasma cuando aprecia el oficio, la sabiduría y la sensibilidad de alguien que, como Landero, con la palabra escrita indaga en los fondos del alma humana
Ahora, conociendo su vida y formación sentimental y literaria, sé de qué fuente brota su literatura, y sus personajes, empedernidos soñadores, afanados en quimeras, buscadores de una felicidad tantas veces esquiva y ajena.
También, con esta lectura, he vuelto a ese mundo rural que tengo inoculado en mi memoria y que en tantas ocasiones también aflora en mis cuentos y novelas. Un mundo rememorado que no es bucolismo ingenuo, sino dura realidad, fatigas atroces, en muchas ocasiones, y siempre marcado por el éxodo, por la huida de «la servidumbre del secano y la mula». Y de miedos: «Miedo a la tormenta con la parva en la era. Miedo a que se arruine la cosecha de garbanzos con una plaga de gorgojo. Miedo a la mucha lluvia, que podría pudrir el trigo (…) Miedo a los rayos, al granizo, a la sequía, a que los pavos se pongan bravos y vuelen a los tejados, a que la ovejas se pongan modorras, o que se la amollezcan las pezuñas. Miedo a los desconocidos porque eran portadores de malas noticias o no venían a nada bueno. Miedo a las enfermedades y a los curas. Miedo a que el lobo salte el redil y arme una escabechina, a que el marchante les venda el pimentón adulterado y se malogre la matanza…
Y así Landero va contando, recordando, con la ironía y humanidad que destila su literatura densa y sabia.
Dedica también varias páginas a sus lecturas, a esos libros que marcaron su vida, y de los que surgió su vocación como escritor. Al igual que los suyos también nos han encendido, o reavivado, a algunos las brasas de la literatura. Por cierto, en esta obra Landero narra con maestría e hilaridad los avatares y consecuencias de una controversia sobre las llamas de las lumbres, si deben ser altas o bajas.
Antes de que me regalaran este libro, estaba leyendo otro mucho más gordo, y con muchas más historias, personajes y misterios, que está siendo muy vendido y comentado —Un millón de gotas, de Víctor del Árbol—; pero, en cuanto caté éste, ya no lo pude dejar. Ahora, con la desazón que me ha quedado al haberlo acabado tan rápido, volveré al otro. Habrá que terminarlo; o a lo mejor aún no, porque ya me esperan Muñoz Molina, Javier Cercas y Javier Marías. Por ese orden, acorde con mis gustos y pasiones literarias.
 ¡Feliz año!