(Fotografía de Alberto Sánchez y de su hijo Alcaén)
En
“Cielos de Samarcanda”, como uno de los asuntos fundamentales de la obra, está
la vida de Alberto Sánchez, uno de los artistas más importantes en aquella
España de los albores del siglo XX, desde su niñez en el barrio toledano de Las
Covachuelas hasta su muerte en el destierro de Moscú. En esta novela también
está su obra, sus principios éticos y estéticos de escultor del campo – él
quería levantar los surcos de la tierra, por eso muchas de sus obras están
arañadas, horadadas, como lo estaban los campos que él conoció; o rayadas con las mismas incisiones que
aprendió a hacer en su oficio de panadero-. También están sus anhelos, sus
sueños, sus inalteradas nostalgias de exiliado. Por eso a su hijo lo llamó
Alcaén, como la arcilla roja de Toledo, para preservar en él la memoria de la
tierra.
(…) un día Alberto le mandó hacer un ejercicio de expresión plástica. Le dijo que intentara dibujar lo que más le gustara de todo lo que él había visto en Moscú. Entonces Valentín, después de estar un rato trabajando sobre su bloc, le enseñó el dibujo de una puesta de sol. Al preguntarle Alberto qué significaba aquello, le explicó que a él le gustaba mucho mirar cómo se ponía el sol por las tardes, y que era eso lo que había intentado dibujar, uno de aquellos atardeceres que veía allí, en Moscú. Cuando Alberto oyó aquella respuesta, se quedó pensativo, y luego dijo, o exclamó, en voz baja, como si, más que hablar, sólo siguiera pensando, algo que Valentín recordaría durante toda su vida: "A veces los atardeceres tienen el mismo color que la nostalgia de algunos exiliados".
En
“Cielos de Samarcanda” también hay música de cine. Las bandas sonoras fluyen
por toda la novela, desde que uno de los personajes, Pedrito Legrá, boxeador
“sonado” y virtuoso del clarinete en la banda municipal de Alpédrega, decide
sacar la música del cine para ponérsela a las historias de la gente normal que
él conocía. Y en la novela sobre todo “suena”, de forma incesante, Moon River:
«Y yo sabía que cuando me hablaba de esas mujeres que salían en el cine, en realidad él estaba pensando sólo en una, en aquélla que había visto conmigo en la película Desayuno con diamantes, interpretando una canción que él enseguida supo que se titulaba Moon River, y que le había gustado tanto que a partir de entonces siempre la iba a incorporar a las bandas sonoras que seguía haciendo con las músicas que sacaba de las películas para ponérselas a las historias de la vida. Por eso, cuando salimos del cine aquella noche en que vimos Desayuno con diamantes, se fue corriendo a la cartelera para copiar en un papel aquel nombre que todavía tardaría algún tiempo en aprender a pronunciar: Audrey Hepburn.»
Y
para contrastar, os dejo otro fragmento de la novela, también imbuido de las
historias del cine que tanto le gustaban a Julio “Ojo Azul”, a quien dejaron
tuerto y manco cuando lo dispararon como a una alimaña, y luego se puso un ojo
de cristal de color azul, que era el que más le gustaba, aunque no fuera igual
que el otro.
«Cuando Julio nos hablaba de aquellos spaguetti-western y de la música de Morricone, ya había cogido la costumbre de cerrar un poco el ojo bueno para tratar así de afilar más la mirada, como él había visto que hacía Clint Eastwood en el Cine Victoria, y entonces yo me daba cuenta de que hasta el ojo de cristal le relucía con unos extraños brillos fríos.
(…)
»—¿Quién eres? —preguntó Mario, moviendo sus ojos lechosos hacia aquel bulto que se empeñaba en ajustarle la soga al cuello.
»—Soy Julio, Mario. He venido a matarte. Recuerda que te lo dije hace mucho tiempo, que no te ibas a morir de viejo. Por eso he decidido subir, porque ya estás a punto de hacerlo. Y no es justo, que, después de todo lo que has hecho, te mueras así, sólo consumido por la vejez. No te lo mereces. Llevo pensándolo mucho tiempo, y creo que lo mejor es que cumpla aquella promesa que te hice por primera vez cuando me detuvisteis y me cosiste la boca con alambres.
»—Estás loco, cabrón —dijo Mario con su voz ya casi inaudible de ultratumba, pegando, sin fuerzas, manotazos a Julio como un muñeco desmadejado.
Pero Julio, cogiéndolo por las piernas con su único brazo, y sujetándolo con el muñón del otro, lo levantó de la silla y lo arrimó a la barandilla tupida de hojas y flores de geranio.
»—No hagas eso, Julio. No me mates así —dijo entonces Mario, gimiendo como un niño. Y Julio se quedó mirando un rato a aquel hombrecillo paralítico y escuálido que tenía cogido con su único brazo (…)
Pero seguía sin hablarle, sólo lo miraba, tal vez ahora con los ojos afectados por algún atisbo de piedad, con su expresión de frialdad anterior quizás diluida ya por los arañazos de algún sentimiento que le había empezado a brotar en las entrañas ante aquella expresión de pavor y desamparo que en esos momentos destilaban los ojos ciegos y arrasados de Mario. «Porque el miedo donde más se agarra es a los ojos, señor Juez. Eso lo he aprendido yo bien a lo largo de mi vida», le explicó Julio al juez que lo condenó. «Así que dejé de mirarlo, porque estaba empezando a darme pena, lo acerqué un poco más a la barandilla y lo tiré por encima de los tiestos. La longitud de la soga la tenía bien calculada, porque, cuando me asomé a la plaza, lo vi balanceándose a un metro del suelo, y como el vuelo había sido corto, yo creo que se quedó con un poco de vida, porque me pareció que estuvo un rato pataleando.»
(…)
Y un día, cuando salió de la cárcel, (…) Julio se quedó muerto encima de la mesa camilla que tenía en un rincón de su tienda de novelas del Oeste. Cuando llegó Damián, ya le habían cerrado el ojo de ver, mientras que el otro, el azul, no hubo forma de entornárselo, y por eso lo tuvimos que amortajar así, sin que dejara de mirarnos con su ojo de cristal más reluciente que nunca.