Las últimas luces del atardecer enseguida encienden un
crepúsculo que prolifera por el cielo de la ciudad, antes de tornarse en noche
cerrada, adensada junto a los muros de las calles estrechas, ya sólo iluminadas
por la tenue luz del alumbrado nocturno. En estos anocheceres de verano me
gusta pasear por tu barrio, como tú lo llamabas cuando lo recorriste por
primera vez junto a mí; aunque estas geografías urbanas ya estaban en tus
paisajes emocionales, después de tantos relatos, tantas historias contadas y
tantas nostalgias viejas inoculadas en la memoria colectiva de tu familia, de
tu gente, durante más de quinientos años.
Luego, cuando paso junto a las sinagogas, evoco aquella
tarde en que nos adentramos en ellas, y tú, más que observar los arcos, los
muros, los objetos artísticos y de culto, parecías sentir la emoción de una
impronta centenaria que perdurara en ti, en los hondones del alma, ya tan
hollados por la memoria, y por las historias tristes que te contaron los
viejos, y las que leíste en los escritos antiguos, y escuchaste en los versos
de un poeta sefardí que tus antepasados se llevaron al exilio, preservadas del
olvido durante todas las generaciones. Por eso me decías que tu viaje, en
realidad, suponía la vuelta de tu familia, regresada en ti, después de más de
cinco siglos.