Cuando
la vi en el periódico, sentí enseguida esa necesidad que en tantas ocasiones me
empuja a escribir, a narrar un estremecimiento, un zarpazo emocional, algo que me
conmueva. Es el retrato de un abrazo, de un beso. Un hombre y una mujer unen
sus labios, se entrelazan con sus brazos, con sus manos muy abiertas, para que
abarquen más pasión, más piel deseada. Dos cuerpos unidos en un abrazo, dos
seres entregados al afán del deseo palpitante en los labios, en ese hálito que,
más allá de la piel, a veces brota del alma y nos muestra en plenitud el gusto
del amor compartido.
Enseguida
también me di cuenta de que solo había una sombra, como si ya estuvieran fundidos
en aquella extensión oscura que había crecido en el suelo. Dos amantes,
rebosantes de pasión, y una sola sombra. Una metáfora del amor, pensé entonces.
Porque quizás ese sea el afán último de los amantes, el deseo de adentrarse en
los labios, en la piel, y quedar invadidos, penetrados, para que el sol
derramado los proyecte sin periferias ni fronteras entre ellos.
O
quizás la metáfora fuera de la muerte. Porque los amantes son Bonnie and Clyde,
retratados poco antes de que murieran, juntos, en el coche, mientras persistían
en su escapada hacia ningún sitio, quizás con un abrazo final que buscara una
imposible protección para las balas que los acribillaron. Tal vez por eso la
sombra única auguraba su inminente destino, antes de que su leyenda se hiciera
eterna. Aunque yo prefiero pensar que fue ese momento que atrapa la fotografía el
que los introdujo en la eternidad, en la breve eternidad que sólo otorga un
beso estremecido.
Francisco de Paz Tante