A veces la vida entera se
tiñe de otoño, y huele a temblor de hojarasca, a acacia desnudada por una brisa
triste, a nostalgias marchitas con texturas de retrato viejo, a soledad
amarilla, a ti. Y recuerdo entonces aquel día de noviembre en que nos
adentramos en la alameda, y allí, como en los versos de Neruda, mientras en tus
ojos peleaban las llamas del crepúsculo, sobre el oro viejo de las hojas
caídas nos amamos con la cadencia del atardecer, mientras la noche crecía, el
horizonte se borraba y los límites del mundo se quedaban reducidos a los
territorios que exploraban los labios, con la única luz que encendía el placer
en las miradas abiertas, recorridos por las brisas excitadas del aliento, de
los besos estremecidos que entonces aprendíamos a darnos.
Luego, el devenir de la
vida, el desgaste de los años, nos irían entibiando las llamas de aquel
entusiasmo inicial, aunque siempre mantuvimos encendidas las brasas que tantas
veces reavivábamos con soplos de renacida pasión, más sosegados que los de
nuestra juventud enfebrecida, pero también más certeros y sabios en los gozos del
amor.
Bajo aquella primera lluvia
otoñal, que ahora rememoro, no podíamos imaginar que después de tantos años,
aunque remitiera la fiebre de la piel, seguiría creciendo la fuerza de otra emoción
más compleja y completa, más humana y plena, que, además de sexo, se nutre de
ternura, confianza, comprensión, necesidad de presencia en la vida, que ya no
se concibe en soledad, con el hueco infinito de una ausencia que nos dejaría
sin referencias ni motivos para seguir adelante, hacia esas lindes del
horizonte que siempre atisbábamos juntos, desde aquel día de noviembre en que llovían
las hojas sobre los besos que entonces aprendíamos a darnos, mientras la noche
crecía, se borraba el horizonte y el mundo quedaba reducido al estrecho
territorio del abrazo que habitábamos sobre el lecho amarillo del otoño.
Y ahora que ya no estás, que
tu recuerdo sólo es brisa triste, otoñal, memoria amarilla y nostalgia, evoco
aquellos versos de Neruda prendidos en tu mirada, donde peleaban las llamas de
crepúsculo, y las hojas caían en el agua de tu alma.
Francisco de Paz Tante
Imagen: El abrazo: Gustav Klimt