viernes, 21 de abril de 2017

EN AQUEL OTOÑO INFINITO

Cuando veo las casas abandonadas, invadidas por la ruina, la lluvia y el olvido, recuerdo aquel día en que subimos a buscarte, padre, en el silencio de un otoño infinito.  
En las calles vacías, enseguida percibimos un impreciso olor a tristeza húmeda. Al principio, una lluvia fina mojaba el silencio, que parecía más espeso junto a las paredes que aún permanecían erguidas, allí donde ya había fermentado la soledad y proliferaban las ortigas; pero enseguida escampó, y entonces salió un sol amarillo que iluminó con su luz mortecina las piedras de las casas deshabitadas, por donde se asomaron algunas lagartijas que se quedaron muy quietas, como sorprendidas de nuestra presencia en aquel lugar. 
Según caminaba, pisando el empedrado ya florido de jaramagos y ortigas, iba observando las casas reventadas que aún persistían en su empeño por mantenerse en pie, resistiendo todavía los embates de la ruina, con su fragor de podredumbre y carcomas. 
    Quise entonces imaginarte recorriendo el pueblo por última vez, asomándote a las puertas y ventanas reventadas, ya bordadas de musgos y telarañas, mientras sentías la memoria herida de tus vecinos ausentes, algunos muertos, otros viviendo en la ciudad, donde se marcharon buscando un futuro que allí ya había caducado. Para que sus hijos no estuvieran, como habían estado ellos, siempre pendientes del cielo y de la intemperie, arrastrados por el campo, ateridos en invierno y abrasados bajo el sol de agosto.
Quizás, incluso, en alguna ocasión, en el delirio de la soledad, llamarías a las puertas desvencijadas de las casas vacías, a los fantasmas que ya sólo habitaban en tu memoria vieja: a tus amigos y vecinos de antes. Aunque tus voces sólo serían respondidas por negros aleteos que, batiendo el aire podrido, enseguida escaparían por cualquier boquete abierto en las paredes resquebrajadas.
Pero, a pesar de todo, quisiste resistir, y te negaste a abandonar tus paisajes, tus geografías emocionales. Ése era tu lugar en el mundo, y allí querías quedarte para preservarlo con vida. Como había hecho tu padre, y el padre de tu padre. Y de donde yo deserté. Por eso, en la que había sido mi casa, cuando tú ya no estuvieras, sabía que algún día sólo encontraría escombros y malvas, pájaros y bichos. 
Persistente y tozudo, mantuviste hasta el final tu negativa a abandonar el pueblo. Para no dejar a los muertos solos en el cementerio, me dijiste un día.
Sería al atardecer cuando te diste cuenta de que se te apagaba la luz y la vida. Era el final del crepúsculo. Te acostaste entonces, y te arrimaste el transistor, para aliviar, con el calor de aquellas únicas voces ajenas, el frío de la soledad.
Por eso, al entrar en tu alcoba, pudimos comprobar cómo el olor de la muerte se entreveraba en el aire con las noticias que informaban sobre el palpitar de la vida: las voces de la radio que alteraban el silencio ya definitivamente instalado en el pueblo.
Luego vimos que tenías entre las manos la caja de cartón donde guardabas los retratos de quienes nos fuimos marchando. La habías abierto, y las fotografías estaban revueltas, como si las hubieras revisado, repasado, tal vez incluso acariciado, antes de morirte solo, en aquel otoño infinito.
Francisco de Paz Tante



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