Cuando veo las casas
abandonadas, invadidas por la ruina, la lluvia y el olvido, recuerdo aquel día
en que subimos a buscarte, padre, en el silencio de un otoño infinito.
En las calles
vacías, enseguida percibimos un impreciso olor a tristeza húmeda. Al principio,
una lluvia fina mojaba el silencio, que parecía más espeso junto a las paredes
que aún permanecían erguidas, allí donde ya había fermentado la soledad y
proliferaban las ortigas; pero enseguida escampó, y entonces salió un sol
amarillo que iluminó con su luz mortecina las piedras de las casas
deshabitadas, por donde se asomaron algunas lagartijas que se quedaron muy
quietas, como sorprendidas de nuestra presencia en aquel lugar.
Según caminaba,
pisando el empedrado ya florido de jaramagos y ortigas, iba observando las
casas reventadas que aún persistían en su empeño por mantenerse en pie,
resistiendo todavía los embates de la ruina, con su fragor de podredumbre y
carcomas.
Quise entonces imaginarte recorriendo
el pueblo por última vez, asomándote a las puertas y ventanas reventadas, ya bordadas
de musgos y telarañas, mientras sentías la memoria herida de tus vecinos
ausentes, algunos muertos, otros viviendo en la ciudad, donde se marcharon
buscando un futuro que allí ya había caducado. Para que sus hijos no
estuvieran, como habían estado ellos, siempre pendientes del cielo y de la
intemperie, arrastrados por el campo, ateridos en invierno y abrasados bajo el
sol de agosto.
Quizás, incluso,
en alguna ocasión, en el delirio de la soledad, llamarías a las puertas
desvencijadas de las casas vacías, a los fantasmas que ya sólo habitaban en tu
memoria vieja: a tus amigos y vecinos de antes. Aunque tus voces sólo serían
respondidas por negros aleteos que, batiendo el aire podrido, enseguida
escaparían por cualquier boquete abierto en las paredes resquebrajadas.
Pero, a pesar de
todo, quisiste resistir, y te negaste a abandonar tus paisajes, tus geografías
emocionales. Ése era tu lugar en el mundo, y allí querías quedarte para
preservarlo con vida. Como había hecho tu padre, y el padre de tu padre. Y de
donde yo deserté. Por eso, en la que había sido mi casa, cuando tú ya no
estuvieras, sabía que algún día sólo encontraría escombros y malvas, pájaros y
bichos.
Persistente y
tozudo, mantuviste hasta el final tu negativa a abandonar el pueblo. Para no
dejar a los muertos solos en el cementerio, me dijiste un día.
Sería al atardecer
cuando te diste cuenta de que se te apagaba la luz y la vida. Era el final del
crepúsculo. Te acostaste entonces, y te arrimaste el transistor, para aliviar,
con el calor de aquellas únicas voces ajenas, el frío de la soledad.
Por eso, al entrar
en tu alcoba, pudimos comprobar cómo el olor de la muerte se entreveraba en el
aire con las noticias que informaban sobre el palpitar de la vida: las voces de
la radio que alteraban el silencio ya definitivamente instalado en el pueblo.
Luego vimos que
tenías entre las manos la caja de cartón donde guardabas los retratos de
quienes nos fuimos marchando. La habías abierto, y las fotografías estaban
revueltas, como si las hubieras revisado, repasado, tal vez incluso acariciado,
antes de morirte solo, en aquel otoño infinito.
Francisco de Paz Tante
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