Es el miedo, inspector; ese aliento frío y turbio que a
veces nos anega de niebla y pánico, y entonces ya sólo sentimos un mero
instinto de supervivencia, crecido, palpitando, agazapado como una alimaña, a
la defensiva. Porque es ese instinto ciego el que actúa, el que lanza su
zarpazo, o la dentellada mortal; mientras sólo percibimos su jadeo, y luego el
espanto de la sangre.
Por eso disparé, porque el susto me alertó las ansías de
vivir, y las ganas de matar a quien provocaba mi angustia y mi miedo, y a quien
sólo pude ver aquella careta blanca que utilizan los de Anonymous, y su
congelada sonrisa de plástico. Primero encañoné al que me había apuntado con la
pistola. Y luego, cuando ya iniciaban la huida, oí el trueno seco del disparo, porque,
sin consciencia de lo que hacía, apreté el gatillo, y le abrí un boquete en la
espalda al que iba detrás, antes de que saliera por la puerta. Ya sé que éste
último no tenía pistola, y además se había quedado rezagado, como miedoso, o
paralizado. Si al menos le hubiera visto la cara, alguna expresión humana, de
susto, o de súplica, a lo mejor no hubiera disparado. Pero sólo le había visto
la mueca de plástico en su careta, y yo tenía el miedo incrustado en las
tripas, y el instinto de matar crecido.