
El deterioro de su
aspecto físico y de su salud fue rápido y devastador. El creciente consumo de
vino, para aliviar la desolación y la tristeza, lo abocaron al desvarío y la
mendicidad. Y al final sólo quedaron la realidad de su miseria y su
alcoholismo, el pozo oscuro de la depresión y las penumbras herrumbrosas de la
indigencia.
Cuando conoció a Galina ya pertenecía a la
geografía humana de la plaza. Y, desde el primer día en que se arrimaron,
sintió el pálpito de una atracción que percibió novedosa. Él creía que el amor
y el sexo eran lo que había conocido y compartido con su mujer durante tantos
años de felicidad doméstica, hasta que el paro y la ruina acabaron devastando
aquel amor tranquilo, la relación e incluso su propia vida. Y ahora, con
Galina, sentía la novedad de unas emociones, como recién estrenadas, que le
brotaban desde los hondones del alma y estallaban en los gozos del deseo.
Durante aquel tiempo en que compartieron el
vino, la miseria y las caricias rebosantes de ternura, se sintieron felices y
plenos, a la intemperie de la calle, o en los someros refugios donde se
cobijaban del fragor de la noche y su aliento de escarcha.
Por eso, cuando ella desapareció, pasaron
los días y fueron creciendo la angustia y la desazón de la pérdida, la certeza
de que la habían encontrado los proxenetas que la buscaban, Aurelio sintió la
inmensidad de un vacío abisal, la desolación de su caída final a esas simas de
la vida que lindan con el infierno.
Y algunos días, ya con el cielo oxidado del atardecer, se sentaba en un banco de la plaza, a beber y a observar la geografía humana; a los transeúntes y turistas con sus trajines gregarios; a un ciego albino, con su imagen de mármol siempre adosada a la catedral, que ofrecía sus cupones prendidos en la solapa; a un gitano muy cetrino y trajeado, empeñado en vender baratijas a los turistas como si fueran joyas de muchos quilates; al Sabas y al Maxi, persistentes en sus adicciones y su perdición, ya despojados de dientes y de vida; y a la Perla, que mostraba su escote ajado con descaro y lujuria a quienes pretendía seducir, para que la acompañaran a la casa descostrada y húmeda que siempre mantuvo en las estrechuras de la calle Alfileritos.
Y algunos días, ya con el cielo oxidado del atardecer, se sentaba en un banco de la plaza, a beber y a observar la geografía humana; a los transeúntes y turistas con sus trajines gregarios; a un ciego albino, con su imagen de mármol siempre adosada a la catedral, que ofrecía sus cupones prendidos en la solapa; a un gitano muy cetrino y trajeado, empeñado en vender baratijas a los turistas como si fueran joyas de muchos quilates; al Sabas y al Maxi, persistentes en sus adicciones y su perdición, ya despojados de dientes y de vida; y a la Perla, que mostraba su escote ajado con descaro y lujuria a quienes pretendía seducir, para que la acompañaran a la casa descostrada y húmeda que siempre mantuvo en las estrechuras de la calle Alfileritos.
Y a su lado estaba El Palmo, un cantaor
enano, fracasado, de mirada grande y húmeda, que palmeaba mientras interpretaba
su repertorio de artista callejero, y Aurelio lo escuchaba con los ojos aguados
de pena cuando cantaba aquellos versos de Serrat untados con toda la tristeza
que exhalan los sueños rotos y las nostalgias viejas: «Ay, mi amor, sin ti no
entiendo el despertar».
Francisco de
Paz Tante
(Del relato “Geografía
humana”, ganador del certamen literario de Moriles, 2018)
(Imagen:
pintura de Virginia Patrone)